Mártires de la revolución sexual
A mediados del siglo pasado, el imperativo cambió: las mujeres ya no teníamos que ser ángeles del hogar, sino diablas en la cama. Solo que a lo segundo se le llamó liberación
Lily Philips tiene 23 años y factura miles de libras al mes. Su negocio es ella misma: vende contenido pornográfico en Onlyfans. El pasado diciembre, Lily decidió acostarse con 100 hombres suscritos a su plataforma en un solo día. El youtuber Josh Pieters lo filmó, y no sé si era su intención, pero la pieza es un buen muestrario no solo de los horrores de Onlyfans y de la industria del porno y la prostitución, sino de la revolución sexual en su sentido más amplio.
Se ha hablado mucho de la escena final: Lily Philips llora tras pasarse por la piedra a 100 señores, cuyas motivaciones para participar en semejante aberración darían para otra columna. Tiene los ojos rojos porque dice que, aunque se lo había prohibido, varios hombres han eyaculado en ellos. Está exhausta y nos cuenta que llora porque igual ha decepcionado a sus fans dándoles sólo cinco minutos de sexo a cada uno, pero todos sabemos —quizá incluso todos menos ella— que ese no es el motivo real.
Hay otra escena aún más reveladora a mitad del metraje: Lily está sentada en un sofá explicando cómo llegó a ser actriz porno. Cuenta que, cuando empezó a acostarse con bastantes chicos y a subir fotos ligera de ropa a Instagram para cosechar un puñado de likes, se planteó que quizá podría hacer lo mismo pero ganando dinero. Su inferencia es de una lógica aplastante, y nos obliga a admitir que el problema no es solo ganar dinero con ello. Que la promiscuidad y subir fotos sexualizadas a las redes, prácticas del todo normalizadas, son un mal en sí mismo.
¿Y por qué iban a ser un mal, si ellas libremente lo eligen?, pensarán aquellos para quienes la libertad es un fin. El único problema es que elegir algo no convierte a ese algo en bueno. Lily Philips eligió acostarse con 100 hombres seguidos y terminó llorando. No son pocas las actrices porno que deciden dedicarse a ello y terminan suicidándose. Lo explica muy bien la feminista Louise Perry en Contra la revolución sexual: este razonamiento circular es absurdo, igual que es absurdo negarse a reconocer que la revolución sexual supuso una liberación para las mujeres en algunos sentidos, pero también trajo nuevos yugos. A mediados del siglo pasado, el imperativo cambió: las mujeres ya no teníamos que ser ángeles del hogar, sino diablas en la cama. Solo que a lo segundo se le llamó liberación.
Sin necesidad de recurrir a ninguna estadística, me atrevería a decir que, a día de hoy, en Occidente las mujeres no sufrimos mayoritariamente porque el proyecto de la liberación sexual de los años sesenta siga inconcluso. Sin embargo, algunas sí lo hacen por las oscuridades y contradicciones que trajo consigo (la hipersexualización, muchas veces muy temprana, la homologación de nuestro deseo al masculino), fenómenos que casi nadie se atreve a señalar, no vaya a ser acusado de carca.
Explica Perry en su ensayo que, del mismo modo que Max Weber definió la modernidad como desencantamiento del mundo, la revolución sexual supuso el desencantamiento del sexo: a partir de entonces, empezamos a fingir que tener sexo era como cualquier otra actividad de ocio, provista de sentido únicamente cuando las partes así lo decidían. Pero, en el fondo, sabemos que no es así. Si no, habría padres que desearían que sus hijas tuvieran vocación de prostituta, no nos ofendería que Harvey Weinstein le hubiera pedido favores sexuales a algunas mujeres —porque nadie se ofende porque le pidan, por ejemplo, un café—, y Lily Philips no lloraría después de acostarse con 100 tíos.
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