Cinco años con covid
Los afectados por coronavirus persistente merecen la atención de una sanidad que dio lo mejor de sí misma durante la pandemia
A cinco años de la detección en China de los primeros casos de coronavirus, y a cuatro del diseño de las primeras vacunas, todavía hay personas que sufren su forma persistente, denominada condición post covid-19 por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y conocida también como covid persistente o covid larga. Cualquier prolongación de los síntomas durante más de tres meses después de la infección por SARS-CoV-2, el virus causante de la enfermedad, se considera ya covid persistente, pero a estas alturas está claro que hay casos que perduran mucho más allá. Los síntomas —dificultad para respirar, falta de concentración, disfunciones cognitivas, complicaciones cardiacas— resultan fatigosos y a veces inhabilitantes.
Algunos pacientes de covid larga encuentran difícil que sus médicos les tomen en serio, lo que tal vez sea un reflejo del hartazgo social sobre una pandemia que dejó exhausto a medio mundo, o tal vez indique una falta de formación de los sanitarios sobre este problema concreto. Es difícil saberlo con un seguimiento tan deficiente como el actual. Ni siquiera conocemos a cuánta gente afectan estas secuelas, en qué grado ni de qué forma exacta.
Una estimación internacional de 2022 habla de 36 millones de afectados en Europa, de los que dos millones corresponderían a España. Pero ignoramos en cuántos de estos pacientes ha desaparecido la dolencia, y hay indicios indirectos de que pueden ser muchos, quizá hasta el 85%. Necesitamos mejores datos. En estas condiciones no resulta fácil gestionar el fenómeno ni buscar las soluciones adecuadas. Los síntomas son tan inespecíficos que complican incluso el diagnóstico de la condición post covid-19, no hablemos ya de tratar a las personas de la forma más adecuada. Hay que investigar el fenómeno, y el Ministerio de Sanidad debe examinar a fondo la cuestión en coordinación con las consejerías autonómicas. Esta no es una cuestión que requiera una gran inyección de recursos, sino organizar los equipos necesarios.
Hay expertos en España, y los gestores deben escucharlos con atención. Como hicieron desde que se manifestó la pandemia, a pesar primero de la incertidumbre sobre la mejor forma de afrontarla y, después, de los intentos negacionistas de cuestionar las certezas del conocimiento científico en un asunto que se reveló, literalmente, de vida o muerte. La eficacia de la sanidad pública demostró una vez más la necesidad de un Estado social robusto que ponga el bien común por encima de la rentabilidad económica inmediata. La acción de la UE no hizo más que subrayar esa idea.
Pero hay que terminar el trabajo. Las secuelas de larga duración de las enfermedades víricas no son ninguna extravagancia del SARS-CoV-2, y se conocen desde hace tiempo en otras infecciones. El problema es que solo ocurren en una minoría de casos. La mayoría de las personas que superan una enfermedad viral se recuperan por completo y no padecen secuelas. Pero hay algunas —no sabemos cuántas— que disparan una cascada de efectos en su sistema inmune que perdura más allá de que el virus haya desaparecido de su cuerpo. El sistema inmune posee una complejidad extraordinaria, y hay grandes diferencias en su funcionamiento de un individuo a otro, de una población a otra, y también entre hombres y mujeres. Dudar por sistema de los síntomas de covid larga de los que se queja un paciente es una actitud poco profesional. Conviene organizar la toma y el análisis de los datos. Cinco años ya son demasiados.
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