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TRIBUNA
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Siria, ¿salvación o caos?

La generalizada alegría en el país por la caída de El Asad va inevitablemente acompañada de cautelas sobre su futuro inmediato

Siria, ¿salvación o caos? Jesús A. Núñez Villaverde
Eulogia Merle

Nadie, y eso incluye a los llamados rebeldes y al propio Bashar el Asad, podía pronosticar que lo que comenzó el pasado 27 de noviembre iba a desembocar 11 días después en el colapso de un régimen que llevaba más de medio siglo explotando a su propia población. Por supuesto, se sabía que la situación económica era mala y que las condiciones de vida de la mayoría de la población no hacían más que empeorar. También era conocido el generalizado malestar social con unos gobernantes tan corruptos e ineficientes como proclives a la represión violenta contra toda disidencia. Incluso, mirando más allá, era bien visible que Rusia había reducido su nivel de apoyo a El Asad, en la medida en que su mayor implicación en Ucrania le había llevado a detraer recursos para doblegar a Zelenski y los suyos, y que Irán también pasaba por apuros ante el debilitamiento de su “eje de resistencia”, con Hezbolá muy disminuida.

Pero, en paralelo, se multiplicaban los datos que mostraban la generalizada aceptación de un statu quo que llevaba a pensar que, aun sin controlar todo su territorio y sin recuperar nunca el monopolio del uso de la fuerza, el régimen sirio ya era asumido como un mal menor en la región. En esa línea, Siria había vuelto a las filas de la Liga Árabe, algunos vecinos árabes reabrían sus embajadas en Damasco y hasta algunos de los Veintisiete se aprestaban a declararlo país seguro (con la indisimulada intención de forzar el regreso a sus hogares de los refugiados que albergan a regañadientes). Más aún, parecía impensable que Rusia aceptara la caída de su principal aliado en Oriente Próximo, tras haberlo salvado in extremis en septiembre de 2015, y que Irán asumiera la pérdida de la principal vía de tránsito hacia Líbano (es decir, hacia Hezbolá).

Y, sin embargo, lo que ayer era el sueño de unos y la pesadilla de otros es hoy una realidad. Una realidad que todavía resulta difícil de explicar echando mano exclusivamente de datos objetivos. Por una parte, si se recuerda que el ejército afgano hizo lo propio ante la entrada de los talibanes en Kabul (2021) y el iraquí también rehuyó el combate ante los combatientes del ISIS en Mosul (2014), sorprende el comportamiento de los servicios de inteligencia y de las Fuerzas Armadas del régimen sirio. Son las mismas que, a pesar de estar mal pagadas, mal dirigidas y mal equipadas, habían logrado (obviamente, con el apoyo ruso e iraní) recuperar buena parte del control territorial y, a partir de 2020, mantener a raya tanto a los civiles descontentos como a unos grupos rebeldes muy castigados y prácticamente recluidos en la provincia noroccidental de Idlib, junto a unas milicias kurdas localizadas en el noreste del país, aparentemente incapaces de ir más allá de la mera resistencia en sus feudos. Solo queda entonces echar mano del consabido factor psicológico, lo que explicaría su falta de voluntad de combate, el abandono de material militar a disposición de los atacantes y la deserción de miles de soldados, insensibles incluso al desesperado anuncio gubernamental de aumentarles sus salarios en un 50%.

Por otra parte, sería un error pensar que los rebeldes constituyen un grupo cohesionado en torno a una agenda política y a un plan militar perfectamente estructurado. En realidad, cabe identificar al menos a tres actores principales: Hayat Tahrir al Sham (HTS), que lidera Ahmed Husein al Shar (más conocido como Abu Mohamed al Julani); el Ejército Nacional Sirio (ENS) y las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS). El primero no puede ocultar su perfil yihadista, por mucho que Al Julani se presente ahora como un cabecilla aparentemente moderado, sensible al resto de identidades étnicas y religiosas del país y respetuoso con las reglas de la democracia. El segundo, conformado a su vez por grupúsculos muy diversos, cuenta con un claro respaldo turco y ya ha mostrado su recelo ante el protagonismo de HTS. Las FDS, con apoyo estadounidense, alistan a milicianos kurdos y secuencialmente han mantenido un pulso militar contra el ejército regular, Turquía, HTS y el ISIS. Sin olvidar que hay otros grupos, como el que ha recobrado un inusitado activismo en Deraa, que no se subordinan ni orgánica ni operativamente a ninguno de los anteriores y que el ISIS también sigue presente.

Cabe suponer que los rebeldes son los primeros sorprendidos del ritmo de su propio avance, sin necesidad de entrar en combate ante la desaparición del enemigo. Por mucho que Al Julani haya dedicado estos últimos cuatro años a reconvertir al que en su día fue un grupo ligado a Al Qaeda en un actor político “presentable” más allá de su feudo, y por muy profundo que fuera el rechazo visceral de la mayoría de la población a sus gobernantes, nada apuntaba que el ejército regular fuera a huir en desbandada. Asombra igualmente que El Asad no haya sido capaz de detectar los movimientos de sus opositores —que se armaban ante sus narices y establecían alianzas con líderes de otras etnias y religiones—, pese a contar con una maquinaria informativa y represora tan omnipresente.

En todo caso, la primera imagen que deja la huida de El Asad —lo que no significa automáticamente la llegada de la primavera ni el fin del abominable régimen de los Asad— es la generalizada explosión de alegría en todos los rincones de Siria. Una alegría más que justificada, pero que inevitablemente va acompañada de cautelas sobre el devenir inmediato de un país que, por un lado, tiene la oportunidad de inaugurar una etapa de transición inclusiva y, por otro, corre el riesgo de ahogar tantas esperanzas acumuladas si se deja llevar por el deseo de venganza o si los actores externos siguen decididos a jugar a demiurgos.

Cuando aún quedan muchas incógnitas por despejar ya se vislumbra que la situación actual es el resultado de al menos dos pactos. Uno implica a Al Julani y a destacados miembros del régimen, interesados en evitar un vacío de poder y una confrontación fratricida que devuelva al país a sus momentos más oscuros. En este punto, queda por ver si hay una verdadera voluntad de sumar a todas las voces representativas de la sociedad siria, con Mohamed el Bashir (hasta ahora primer ministro del Gobierno de Salvación Nacional que HTS había creado en Idlib) provisionalmente al frente, incluyendo a los disidentes en el exterior, sin que el bando rebelde se fraccione y sin que la población se niegue a aceptar la presencia de los colaboracionistas de El Asad que ahora tratarán de hacerse pasar por demócratas. El otro, visibilizado en buena parte por la reunión del pasado día 7 en Doha entre los ministros de Exteriores de Rusia, Irán y Turquía, hace pensar que los dos primeros han entendido que el coste de mantener su apoyo a El Asad superaba las posibles ventajas obtenidas, mientras que Ankara gana posiciones para evitar la consolidación de un poder kurdo pegado a su frontera (por el temor a reforzar la amenaza que ya representa el PKK) y una nueva oleada de refugiados derivada de la inestabilidad que pueda producir la caída del régimen sirio.

Mientras El Asad lame sus heridas en Rusia, los demás actores con intereses en Siria hacen sus cálculos. Los sirios saben que en sus manos está la posibilidad real de construir un nuevo futuro en común. Pero también saben que son muchos los que siguen empeñados en marcarles el rumbo y limitar su ambición. Erdogan sueña con imponer su dictado, Putin con conservar sus bases militares (Tartus y Hememim), Jamenei con mantener el paso franco hasta Líbano, Netanyahu con retener los Altos del Golán y frenar a Teherán, y Biden (o, mejor dicho, Trump) con impedir la reemergencia del ISIS. Y solo si se alinean todos los astros será posible que, en lugar de caer nuevamente en el caos, Siria se salve. Inshallah.


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