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Columna
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Notre Dame o la belleza

Perder el templo habría sido una lección demasiado dura, un infortunio excesivamente severo para el que no habría existido ninguna reconstrucción posible ni ningún consuelo

Homenaje a los bomberos que trabajaron en la extinción del incendio, durante la reapertura de Notre Dame.
Homenaje a los bomberos que trabajaron en la extinción del incendio, durante la reapertura de Notre Dame.LUDOVIC MARIN / POOL (EFE)
Diego S. Garrocho

Una catedral gótica, París y el fuego. En un mundo de novedades fungibles y pantallas, algunas verdades antiguas luchan por hacerse presentes. Y, afortunadamente, siguen venciendo. La historia tiene caprichos arriesgados, y lo que estuvo a punto de perecer por una chispa accidental ha demostrado estar todavía con vida para prolongar el pacto secreto que ya dura algunos siglos. Con la reapertura del templo, uno casi podría imaginar a los teólogos medievales de la Sorbona brindando por la capacidad reconstructiva de la técnica moderna. Y es que los humanos, cuando queremos, también podemos ser buenos.

Las puertas de la catedral se abrieron para recordarnos que los vanos en los muros se hicieron para que la luz entrara. Más blanca que nunca, la piedra de Nuestra Señora parecía recuperar las palabras de aquel Goethe moribundo: luz, más luz, y las paredes exhibieron una blancura renovada que casi tomó prestada la luminosidad del fuego. Aún guardamos el terror en el cuerpo de aquellos minutos fatales en los que el corazón de Lutecia ardía en llamas, recordándonos que todo lo tangible será pasto, más tarde o más temprano, de la polilla o del fuego. Esa hora, por fortuna, todavía no ha llegado para el templo, pero es posible que nunca nos hayamos sentido tan genuinamente europeos como cuando vimos peligrar ese antiguo patrimonio que tantos sentimos nuestro.

Notre Dame de París no es solo una catedral. Es, como todo lo que importa, el signo de muchas otras cosas y el kilómetro cero de la historia de Europa. De Viollet-le-Duc a Napoleón, de Víctor Hugo a Maurice de Sully, y hasta Hemingway o Joan Baez, sus arcos y sus arbotantes han sido testigos de momentos luminosos o terribles, que son los hitos de los que se nutre la humanidad entera. Perder Notre Dame habría sido una lección demasiado dura, un infortunio excesivamente severo para el que no habría existido ninguna reconstrucción posible ni ningún consuelo. La chispa fortuita nos recordó, sin embargo, que algunas cosas relevantes y que han perdurado desde antiguo pueden implosionar por una combustión y un mal golpe de viento. Tuvimos fortuna, y el refugio que el gótico perfecto prestó a tantas almas seguirá sirviéndonos de hilo invisible para poder seguir narrando nuestra historia. La reapertura de Notre Dame nos ha enseñado dos verdades importantes. La primera, que lo que tarda siglos en construirse puede destruirse en apenas unos segundos. La segunda, y acaso la más importante: que, digan lo que digan, la belleza existe.

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