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tribuna
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¿Todo lo que se llama periodismo merece la misma protección?

Aunque aún no haya una ley democrática que regule el secreto de las fuentes, existen organismos que ya apuntan a la necesidad de identificar conductas que no pueden beneficiarse de este derecho

Una persona consultaba en un móvil en noviembre de 2020 una alerta contra una noticia falsa.
Una persona consultaba en un móvil en noviembre de 2020 una alerta contra una noticia falsa.Jesús Hellín (Europa Press)

La unión entre democracia y libertad de imprenta —así se le llamó inicialmente— se fraguó en un tiempo que ya no es el nuestro. Los liberales clásicos enseguida comprendieron que el poder absoluto tendía a la desmesura y era incompatible con la existencia de plataformas que posibilitaran la crítica y la aprobación. No es que el periodismo fuera algo bello en sí mismo, pero su aportación funcional a la democracia política era tan evidente que dejó de poder entenderse una cosa sin la otra. Tocqueville resume bien esa contrariedad cuando afirma que su amor a la libertad de prensa procede en mayor medida de los males que impide que de los bienes que realiza.

La desinformación y las fake news representan hoy uno de los mayores ataques a los sistemas democráticos y quizás convenga retomar la vieja cuenta de qué males impide y qué bienes realiza un oficio que ha expandido y diversificado sus formas, protagonismo e influencia hasta límites insospechados. La Constitución blinda a los profesionales de la información de injerencias indeseables a través de garantías muy singulares tanto frente a sus empleadores (cláusula de conciencia) como frente al poder judicial (secreto de las fuentes), algo que no ocurre en otras profesiones y que busca proveer a la ciudadanía de información libre, plural y veraz. Por ello resulta urgente evitar que terminemos protegiendo a desinformadores profesionales, como un cuerpo enfermo que se ataca a sí mismo.

Si el liberalismo democrático moderno logró un amplio consenso acerca de la necesidad de someter el mercado a ciertas reglas que garantizaran “un orden económico y social justos” (así se recoge en la propia Constitución Española) parece razonable exigir al poder político hacer lo propio con una actividad enormemente desregulada y sometida a dinámicas ultracompetitivas poco propensas a defender el interés general. No puede sorprender a nadie que este mismo año el Parlamento Europeo y el Consejo de la Unión Europea aprobaran un Reglamento dirigido a evitar una utilización de este tipo de libertades “con fines abusivos” y que poco después el propio Gobierno español —de momento con poca concreción— corriera a anunciar un plan de “regeneración democrática” dirigido a regular el ecosistema informativo.

Podría objetarse que ello implicará incidir en ámbitos fundamentales para la profesión periodística. Sin embargo, regular puede servir para ampliar su contenido, garantías y requisitos, sin que ello atente contra nadie. De hecho, durante el Gobierno de José María Aznar se aprobó sin ningún voto en contra la Ley Orgánica 2/1997 que reguló la cláusula de conciencia de los profesionales de la información, cuya iniciativa había correspondido a Izquierda Unida. La propia Constitución nos da una pista cuando exige que la información sea veraz, con lo cual el mensaje parece claro: no es periodismo ni merece ser protegida cualquier transmisión de información.

No ha ocurrido lo mismo con el secreto de las fuentes, una prerrogativa que habilita al periodista a mantener oculta la identidad de su confidente frente a cualquier poder del Estado. No contamos con un desarrollo legislativo ni con pronunciamientos significativos del Tribunal Constitucional (el más reciente la STC 30/2022 vinculada al caso Cursach en Baleares donde el juez ordenó averiguar la identidad de las fuentes que habían filtrado información reservada a un medio de comunicación) y ello pese a que el Consejo de Europa recomendó hace ya más de 25 años una previsión explícita y clara de este derecho.

Sí sabemos, en cambio, que ningún derecho es ilimitado y debe ceder frente a valores más preponderantes, entre los que podría estar la investigación de delitos especialmente graves. Parecería razonable que, antes de decidir divulgar una información, el periodista pudiera verificar si ha actuado con un criterio deontológico correcto y si, llegado el caso, va a poder mantener el anonimato de sus fuentes. Lejos de desincentivar su labor, reforzaría algo tan básico y poco compatible con el clickbait como el deber de corroborar las fuentes.

Aunque no contemos todavía con una ley democrática que regule el secreto de las fuentes, tanto los consejos de prensa de distintos países como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos han otorgado al criterio deontológico —también en claro retroceso— un papel preponderante para identificar conductas que no pueden beneficiarse de este derecho. De entre todas, conviene destacar el asunto Stoll contra Suiza, donde se analizó tanto la mala fe del periodista en la obtención de una información que sabía que tenía carácter reservado como —y por encima de todo— su posterior falta de rigurosidad y objetividad en la publicación de la noticia, confirmando la multa que le había sido impuesta por el Estado helvético. Si la veracidad es la piedra angular sobre la que se construye el derecho fundamental a la información en nuestra democracia, proveernos de mecanismos eficaces de control y garantía puede que sea una de las últimas oportunidades que tengamos para preservarlo.

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