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Crónica
Texto informativo con interpretación

Periodistas mezquinos y periodistas valientes del XIX

El cine pinta una prensa fundacional con las mismas virtudes y pecados que la de ahora

Tomàs Delclós
Fotograma de la película 'Las ilusiones perdidas'.
Fotograma de la película 'Las ilusiones perdidas'.

Las hojas manuscritas de avisos venecianas del XVI pasaron a llamarse gaxeta (gaceta en el dialecto del Véneto) porque ésa era la moneda con que se compraban. Un nombre que hizo fortuna. No puede decirse, pues, que las cabeceras del primer periodismo buscaran ningún halo poético, ni tan siquiera evocar los dioses emisarios como Hermes. El dinero también estaba muy presente en el periodismo que contempló y practicó Balzac, impresor y editor de un diario que nadie leía. De toda la comedia humana que Balzac describió, el cineasta Xavier Giannoli, hijo de periodista, ha hecho su versión de Las ilusiones perdidas, estrenada hace unas semanas. Estamos en el principio de la segunda década del XIX y Giannoli subraya de la pieza de Balzac, que fue el primero en hablar del cuarto poder, un periodismo sin escrúpulos que acomoda las notas y críticas a un previo pago. Un periodismo sobornado que no tendrá sus primeras cartas deontológicas hasta un siglo después. No es una descripción de la prensa como para levantar vocaciones.

Pero no todos los periodistas y propietarios necesitaron esperar la publicación de códices éticos. El cineasta, y también reportero, Samuel Fuller quiso levantar con su película Park Row (1952) un monumento al periodismo decimonónico que peleó por una información limpia. Era su “regalo personal al periodismo norteamericano, a los gigantes que mezclan sangre y tinta para hacer historia”. Fuller consideraba su proyecto un manifiesto personal y no aceptó las condiciones de la Fox que le pedía un reparto con estrellas (Gregory Peck y Ava Gardner), más crónica rosa... Se la produjo él.

En el filme, Phineas Mitchell (Gene Evans) está disgustado con el trato escandaloso que ha dado su diario, el Star, a un caso de asesinato. Discute con la propietaria, Charity (Mary Welch) y lo despiden. Con unos amigos empezará una nueva aventura editorial, The Globe. El gerente del Star, interpreta exageradamente los deseos de su patrona de liquidar la competencia y combate el éxito del Globe quemando sus quioscos, destrozando las oficinas... Al final, Charity, arrepentida y enamorada de Mitchell, lo dejará amo de Park Row, la calle neoyorquina de los periódicos. La película está llena de homenajes. Por ejemplo, a Ottmar Mergenthaler, que inventa la linotipia en un rincón del Goble. A Fuller le gustaba particularmente una esquela que había dejado escrita sobre sí mismo uno de los personajes: “No permitas que nadie te diga lo que has de publicar. No te aproveches de la libertad de prensa”.

Un musical, extraño y deshilachado, de Disney, La pandilla (1992) nos situará en Nueva York el año 1899. Es un acercamiento bien distinto a los dueños de la prensa. Los chavales que reparten los diarios están en huelga. Pulitzer, patrón de varios periódicos, cree en la omertà patronal con Hearst para combatirla. Este retrato de una primeriza gran propiedad no es muy halagador. Pulitzer sostiene que es él quien crea la opinión y no se trata de que sus periódicos tengan que reflejar las ajenas. Una afirmación que también se encuentra en el Hearst de The Hearst and Davis affair (1985), un biopic rutinario, sin ambición. “No pretendo reflejar la opinión de la mayoría, sino establecerla”, sentencia Hearst. Algo parecido a lo que una historia apócrifa asegura que le dijo a su dibujante desplazado a Cuba en la vigilia de la guerra contra España. El pobre hombre se quejaba de que allí no ocurría nada y Hearst, que inspiró Ciudadano Kane, le contestó: “Usted haga los dibujos que yo pongo la guerra”.

Siempre sin llegar al siglo XX, en el cine de periodistas hay títulos singulares. Quizás el que más: A Woman Rebels (1936). Pamela ‘Pam’ Thistlewaite pertenece a una estricta familia británica. Harta del rigor de su padre, se instala en Londres. Le cuesta encontrar trabajo porque no está bien visto que una damisela trabaje. Finalmente le hacen un humilde hueco en una revista de costura y buenas maneras. Un día, conmovida por el suicidio de una chica que le había pedido ayuda y aprovechando la ausencia del director, que se ha quedado en casa achacoso, decide publicar una editorial criticando sin reservas el papel que tiene adjudicado la mujer en la sociedad. Cuando, en casa, el director lee el articulo, tiembla. Está convencido de que aquello va a hundir su revista. Sin embargo, cuando llega a los locales de la redacción se encuentra con una larga cola de mujeres que quieren comprar un ejemplar. Y la revista pasará a encabezar el combate por la liberación de la mujer.

Para otros, el descubrimiento de una prensa libre llega tardíamente y tiene un precio muy alto. Es el caso del Coronel Cobb (Ciudad sin ley, 1935). Estamos en San Francisco, en 1850, y su diario, el Clarion quiere ser el estandarte de la verdad. Sin embargo, pronto descubrirá que la ciudad está controlada por un gánster violento, Chamalis. Este le hace una visita de advertencia: “cada vez que vayas a publicar una noticia pregúntate si le gustará a Chamalis”. El periodista se doblegará a sus designios y los ciudadanos, que habían recibido con ilusión la salida del Clarion, lo ven tristemente sometido a las pistolas de Chamalis. Cuando sus secuaces matan a un lector que quería colgar un pasquín recomendando a Cobb que se dedicara a la previsión meteorológica, el coronel ordena al tipógrafo publicar la noticia del asesinato. Él no podrá leerla porque morirá a manos de Chamalis, pero los ciudadanos se organizarán con escopetas y protegerán la distribución del diario que, ahora sí, reconocen como suyo.

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Esas historias, y las muchas otras que se cuentan en el western, donde hay más de un protagonismo femenino, hablan de unos comienzos titubeantes donde conviven conductas bochornosas, y periodistas y patronos que aman un oficio que expulse el engaño y el envilecimiento. Como ahora. Lástima que, para ser un periodista honesto, se obligue a unos cuantos, demasiados, a ser héroes. Deben ser cosas del cine. O no.

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