Felicidad (y privilegio) de ayudar
Un monje budista dijo: “Todos los atormentados de este mundo lo son por el deseo de ser felices. Todos los dichosos lo son por el deseo de que otros lo sean”
Guarden los políticos los puñales, no le toquen un pelo a esta calamidad, que se ciñan a poner de su parte lo imposible, porque aquí se trata de ayudar a gente de carne y hueso, no de engatusar a votantes. Con vosotros, con los de siempre, con las almas hermanas, sabemos que contamos. (Vicente Gallego, poeta y vecino de Catarroja)
Viernes de todos los santos, tres días después de la catástrofe, con un balance demoledor y todavía provisional. Recorro a pie los diez kilómetros que van del norte de la ciudad de Valencia a Catarroja, donde vive mi amigo el poeta Vicente Gallego. Llevo pan de molde y dos garrafas de agua. Me cuenta por teléfono que están sin suministro de luz y agua desde el martes. El espectáculo es sobrecogedor. Miles de ciudadanos, cargados con bolsas de comida, botellas, escobas, palas, cubos y cepillos, se dirigen desde la ciudad hacia las zonas afectadas por la catástrofe. Mientras los políticos se tiran los trastos a la cabeza, una marea de personas anónimas camina durante horas hacia los pueblos afectados para ayudar a limpiar y desescombrar. Cargan con suministros de primera necesidad. Son sobre todo grupos de jóvenes, algunas familias y algún que otro solitario. Nadie les ha dicho qué tenían que hacer. Se han coordinado a través de grupos de mensajería y redes sociales. Han distribuido mapas de acceso y todos van a pie, algunos con carritos de la compra, otros en bicis y con la mochila bien cargada. Una auténtica movilización ciudadana decidida a erradicar el lodo, los escombros y la maleza que ha traído el temporal. Todo el mundo aquí en Valencia conoce a alguien afectado por la tragedia y la ayuda oficial ha tardado demasiado en llegar. Una solidaridad espontánea y autogestionada que hace recordar las palabras de Machado: “En España, lo mejor es el pueblo. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan a la patria y la venden; el pueblo ni la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva. En España no hay modo de ser persona bien nacida sin amar al pueblo”.
En las calles de Massanassa todavía se respira el hedor de la tragedia. El escenario es apocalíptico. Algunos tractores de la Unió Llauradora i Ramadera colaboran despejando las calles, retirando vehículos, cañas y barro. Los vecinos quitan como pueden el lodo y sacan a la calle todo tipo de enseres en descomposición. Impresionan los coches apilados, que la tromba de agua ha convertido en autos de juguete, balsas flotantes, cabalgata de chatarra y plástico. La megafonía del Ayuntamiento local reclama a los vecinos que no saquen la basura y hace un llamamiento solicitando material sanitario. La gota fría ha arrasado todo el comercio local. A la entrada del pueblo encuentro un Lidl saqueado, donde solo han dejado unas cuantas latas de cerveza.
Se suele decir que lo único seguro es la muerte. Es falso. La muerte es una posibilidad, allá en el futuro. Lo único seguro es que estás vivo ahora, mientras lees. La única verdad, la única seguridad es el sentido de la presencia, aquí y ahora. Y esa presencia se ha transformado en estos días en solidaridad. Pepe Cervera, escritor y vecino de Alfafar, lleva tres días sacando agua del sótano de su casa. Ha tenido que tirar más de dos mil libros, todos son ahora papel mojado. En la montaña de cajas por desalojar asoma un poemario: Las aguas detenidas. Pepe es bravo y se lo toma con humor.
En un grupo de scouts que camina a mi lado se comenta que hay pueblos, como Alcudia, donde todavía no ha llegado la ayuda. Los accesos están cortados y les hace falta de todo, sobre todo comida, agua potable e instrumentos de limpieza. Hay brillo en sus miradas. No puedo evitar recordar el poema de Tagore, tan celebrado, que todos hemos visto en alguna parroquia, comuna o sindicato: “Dormí, y soñé que la vida era alegría. Desperté, y vi que la vida era servicio. Serví, y vi que el servicio era alegría”,
Mientras avanzamos pienso que la felicidad es siempre un efecto secundario. Los budistas lo sabían bien. Śāntideva, un monje del siglo octavo, escribió una frase que, desde que la leí, ha estado rondando mi cabeza. “Todos los atormentados de este mundo lo son por el deseo de ser felices. Todos los dichosos lo son por el deseo de que otros lo sean”. La búsqueda de la felicidad, tan desesperada y comercial, no hace más que traer desgracias al mundo. La felicidad, como saben los taoístas, es algo que ocurre espontáneamente, mientras uno hace otra cosa. Es un efecto indirecto de otras actividades. Buscarla directamente resulta un error estratégico. Si esa otra cosa que uno hace es ayudar, entonces allí aparece, como por arte de magia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.