La patria es el otro
Nadie puede evitar los desastres naturales, y por ello, hay que preverlos. Hay varias cosas que nadie entiende del desastre de Valencia
Yo tenía escrito un texto sobre Íñigo Errejón. Iba a mandar al periódico una columna contando el día que me propuso quedar y hablamos de feminismo, pero por alguna razón que no sé explicar no me siento cómoda enviándolo. Uno anda enfangado en debates sobre si las relaciones sexuales de mierda son acoso o no, sobre si está feo que la mujer del presidente se aproveche de su condición en su trabajo, sobre si es mejor Broncano o es mejor Motos, y cree que todo eso es importante. Pero, de repente, llega el desastre. Y de un modo trágico nos reconcilia con lo esencial, con la vida, con la verdad. Nos ocurrió con la pandemia de la covid y nos ha ocurrido ahora, con el desastre de Valencia.
En estos días pienso en una frase de la abuela de Juan Soto Ivars: “Volcanes ha habido siempre, no los han podido quitar”. Su aparente sinsentido encierra una enorme lucidez y describe un fenómeno contemporáneo: para una civilización que reduce tanto el progreso como el bienestar al avance científico, la técnica y la tecnología y cuyo mayor pecado es la soberbia, que correlaciona con lo anterior, es inconcebible que la naturaleza siga siendo capaz de quebrarnos. De existir, siquiera. Así que a la enorme tristeza que nos provoca el desastre se suma el del estupor porque, como decía la abuela de Soto, nadie haya podido quitar los volcanes, los terremotos o las tormentas torrenciales.
Y como nadie las ha podido quitar, hay que preverlas. Hay varias cosas que nadie entiende del desastre de Valencia, y la primera es por qué pasaron más de diez horas entre la alerta roja que emitió la Aemet y el aviso a los móviles de los ciudadanos. Por qué miles de valencianos tuvieron que acudir a sus centros de estudios y puestos de trabajo. Podría haberse hecho bien, porque hubo quien lo hizo: la Universitat de València, por ejemplo. Cuando baje el agua habrá que hablar muchas cosas, entre ellas de esto. O de las grandes corporaciones, algunas de ellas lideradas por quienes ahora anuncian donaciones a bombo y platillo —y eso no es solidaridad, es propaganda— pero que no dejaron que sus trabajadores se fueran a casa cuando el desastre era evidente.
La segunda pregunta que muchos nos hacemos es dónde está el Estado. El jueves, Susanna Griso, Iker Jiménez o Ana Rosa Quintana retransmitieron en directo desde pueblos que llevaban dos días sin agua. Los testimonios eran desgarradores, y era aún más desgarrador oírles decir que se sentían abandonados. Cuando no haya barro, alguien tendrá que explicarles por qué las estrellas de la tele llegaron a sus casas antes que el agua potable. A esa familia que llevaba dos días conviviendo con el cadáver de su hijo menor, o a los que aún tienen desaparecidos a sus seres queridos, por qué la ayuda de los youtubers y los tuiteros llegó antes que el ejército. Por qué Mazón no lo pidió antes. Por qué el Gobierno no declaró la emergencia nacional para no discutir con Mazón.
No quería escribir sobre Errejón, pero también estoy recordando estos días un mantra repetido por él, un lugar común de la izquierda progre: que la patria son los impuestos y los servicios públicos. Ante el fracaso del Estado y las instituciones en Valencia solo podemos pensar que no. Que la patria es el otro, como dijo Cristina Fernández Kirchner. Y que, como escribió Machado, “en España, lo mejor es el pueblo. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva”.
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