Agua de víboras
Para elaborar ‘Aqua Viperarum’ hay que calentar en un alambique ocho serpientes vivas recién cogidas, pero con cuidado, porque estarán muy furiosas
En la página 512 de su influyente tratado farmacológico de 1706, el farmacéutico madrileño Félix Palacios, pionero de la Química moderna, da la receta exacta del Aqua Viperarum Sudorifica, una cura para las enfermedades que, se creía entonces, debían ser sudadas para su tratamiento, entre ellas la peste, la parálisis o la calentura. Para elaborarla hay que tomar ocho víboras vivas recién cogidas y en su mayor vigor, echarlas dentro de un alambique de barro vidriado previamente colocado al baño de arena y destilar la humedad calentándolo con fuego, lento al principio y fuerte después. El agua resultante se guarda en una redoma bien tapada y se toma en dosis que van de dos a seis dracmas. Palacios advierte de que se deben cerrar los vasos con cuidado, enlodando bien las juntas, porque cuando las víboras se empiezan a calentar “se arrojan, y saltan con tanto ímpetu que lo derribarán, y se saldrán, y podrán morder, causando mucho daño con su mordedura por estar muy furiosas”.
El autor avisa que hay quienes prefieren matar antes a las serpientes, partiéndolas en pedazos y poniéndolas inmediatamente a destilar, pero en ese caso el agua no sale tan activa. Comprendo el atajo: no debe ser fácil manejar a unos reptiles rabiosos sueltos por la rebotica o donde fuera que se preparara aquello. Aún quedan vestigios del viejo medicamento: merece la pena ver en YouTube cómo en el año 2008, el documentalista Eugenio Monesma grababa en Troncedo, Huesca, a la señora Serafina Viu cocinando en la lumbre un caldo elaborado con trozos de culebra seca, que servía para casi todo y casi todos (“¡No dábamos nosotros poca culebra a gente!”, dice su marido en un momento del vídeo).
Pero lo que me interesa aquí es recordar la poca disposición de las víboras a dejarse morir. Porque en algún momento cambió el cuento y hoy, cuando se habla de un animal verde puesto al fuego, la cosa suele acabar mal para el bicho. El “síndrome de la rana hervida” es una metáfora de la psicología pop y la autoayuda laboral que lleva varias décadas siendo muy popular. Dice que cuando se calienta una rana en una olla si se hace de golpe saltará, pero si ocurre poco a poco, no será consciente del cambio y morirá. “¿Alguna vez has aguantado una situación hasta un límite que ni tan siquiera tú te imaginabas que podías ser capaz, como un estrés inmenso o una relación muy desgastante?”, explicó hace un tiempo Pilar Jericó en este periódico: “Somos capaces de aguantar y aguantar más y más bajo mil excusas ante situaciones que nos hacen daño, que nos vacían de fuerza y luego, con el tiempo, cuando hemos salido de la olla caliente, miramos atrás y nos preguntamos: ¿cómo he podido soportar tal tormento?”.
Como dice Wikipedia, el síndrome de la rana hervida ha triunfado como una metáfora sobre el peligro de las amenazas graduales que pasan inadvertidas, pero es, en realidad, poco más que una fábula moderna. Las ranas reales se dan perfecta cuenta de cuándo cambia el medio donde viven, y hacen lo posible por escapar de él cuando resulta invivible, del mismo modo que hace siglos que sabemos que las víboras se retuercen cuando alguien intenta exprimirlas hasta los huesos que sí tienen.
Por eso cuando, mes tras mes, año tras año, veo a los lugares donde vivimos ahogarnos como agua cada vez más caliente, pienso en cuál será nuestro punto exacto de ebullición y qué metáfora elegiremos entonces, si la falsa, la de la rana victimista o la cierta, la de las peligrosas víboras furiosas.
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