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Un algoritmo tenebroso

Tres de cada cuatro estadounidenses cree que la democracia está efectivamente en peligro, y uno de cada cuatro que la violencia es legítima si se trata de salvar al país

Algunos de los asaltantes al Capitolio de Estados Unidos portando una bandera en favor de TRump, el 6 de enero de 2021.
Algunos de los asaltantes al Capitolio de Estados Unidos portando una bandera en favor de TRump, el 6 de enero de 2021.SAUL LOEB (AFP)
Lluís Bassets

El lenguaje del odio lleva a la violencia y la violencia, a la destrucción del derecho, la libertad y la democracia. Quizás haya consenso en Estados Unidos sobre este algoritmo tenebroso, pero a la hora de señalar a quién atribuir la responsabilidad de activarlo es radical la división entre republicanos y demócratas, ahora atizada por los dos intentos consecutivos de asesinato contra el candidato que se ha caracterizado precisamente por su lenguaje del odio, sus incitaciones a la violencia y sus actitudes destructivas respecto a la Constitución de Estados Unidos.

Tres de cada cuatro ciudadanos cree que la democracia está efectivamente en peligro, y uno de cada cuatro que la violencia es legítima si se trata de salvar al país. Es una proporción que se ha duplicado desde el 6 enero de 2021, fecha del asalto al Capitolio para impedir la certificación de la victoria electoral de Joe Biden. Nada culminó en aquella fecha, antes al contrario, marcó el principio de una nueva etapa de mayor radicalización y polarización, en la que Donald Trump se ha hecho con el control del partido republicano y se ha intensificado el lenguaje del odio, el clima de violencia y el temor por el futuro de la democracia.

Son conocidos los antecedentes. En Estados Unidos los ciudadanos están armados hasta los dientes bajo una protección constitucional reconocida por los tribunales. A pesar de su historia jalonada de magnicidios, nunca hasta 2020 se había roto la regla de la alternancia que conduce al perdedor a aceptar la derrota y a felicitar al adversario por su victoria. No lo hizo Trump entonces ni lo hará nunca. Solo acepta las victorias propias y atribuye las ajenas al fraude. El que entonces denunció no lo vieron por ningún lado los organismos electorales y los tribunales, pero es un dogma para dos tercios de sus votantes, que siguen creyendo en su inexistente victoria de 2020.

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Inédito fue el violento asalto al Capitolio por los manifestantes convocados y alentados desde la Casa Blanca para evitar el relevo presidencial, episodio final de sus numerosas interferencias en las elecciones. Pronto se cumplirán cuatro años de aquel intento de golpe de Estado del que todavía no ha rendido cuentas, ni al Congreso ni a la justicia, gracias a la protección de la minoría de bloqueo republicana en el Senado y de los jueces nombrados por él mismo. Los del Supremo añadieron a la impunidad efectiva el reconocimiento de su inmunidad por los delitos cometidos como presidente, con la solitaria excepción de una condena por 34 cargos de falsificación de registros contables que ya le ha otorgado el título infame del primer presidente delincuente, pendiente de una pena no se conocerá hasta pasadas las elecciones.

Trump ha invertido el algoritmo: son incitadores de la violencia y un peligro para la democracia quienes advierten del peligro cierto que representa su victoria el próximo 5 de noviembre. Así mantiene la simetría con Kamala Harris y aspira a capturar votantes equidistantes.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).
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