Poder parar. Heterodoxia y redes
Remedios Zafra interpela al lector que comparte la experiencia de vivir encadenado a las redes sociales y a su hiperactividad frenética, y a menudo absurda o corrosiva
Este artículo forma parte de la revista ‘TintaLibre’ de septiembre. Los lectores que deseen suscribirse a EL PAÍS conjuntamente con ‘TintaLibre’ pueden hacerlo a través de este enlace. Los ya suscriptoras deben consultar la oferta en suscripciones@elpais.es o 914 400 135).
Por dios, por compasión, sal de mi boca y rebélate. Di lo que tanto te cuesta: “No”. Y si no puedes, dilo con otras palabras.
Mi cuerpo se agita como si el asunto me liberara y al mismo tiempo se me clavara como un objeto punzante. Por una parte, siento que está en nuestra mano rechazar la presión de las redes y de la época, la agitación de la intervención, el impulso de estar en todos los foros, de aceptar, hacer, responder diciendo “si” como si nos fuera la vida en ello. Por otra, pienso en las consecuencias emocionales, pero también físicas e incluso sociales que tiene engancharnos como la mayoría, dejarnos pensar por dedos y ojos, “sí, más, así”, seguir la inercia productiva hacia la ortodoxia de un mundo que normaliza “estas” redes. Me duele, sí. Me agota, por eso “no”. Me pregunto entonces sobre cómo activar una negativa transformadora, un disentimiento racional y empático, un no que cree lazo y no guerra, un no que ayude a recuperar el flujo de aire humano sin la ansiedad incrustada de la santísima vida moderna. Y si se logra, otra lucha: ¿quiénes tienen el privilegio de la negativa?
Comenzaré con un relato porque quisiera llegar a la idea desde la complejidad vivenciada en la experiencia. La protagonista será aquí llamada por su atributo: “la heterodoxa”. Una estudiante joven, crítica y, con frecuencia, discrepante. La conocí en una clase hace años. Todos sus compañeros decidieron hacer el trabajo solicitado usando sus redes sociales y ella, sin redes ni intención de tenerlas, se negó sonadamente y propuso buscar otras maneras. En aquel momento la heterodoxa no era todavía lo que es ahora y a los pocos días de sentirse aislada, sucumbió. Llegó a mi despacho con la necesidad de compartir la epifanía de lo inesperado, el arrastre de la unanimidad irreflexiva, su incomodidad ante una aceptación que sintió obligatoria pero no deseada. “¿Acaso puedo no estar?”, me dijo. Aquella frase me dolió como si la pronunciara el mismo mundo, el mundo encarnado en una mujer que disentía y reivindicaba poder hacerlo, que me preguntaba a mí mientras preguntaba a todos ¿por qué tenía que estar en las redes? Como si ese “acaso” fuera una bofetada social que recordara que lo que pensábamos opcional se estaba viviendo como algo imperativo. Pero, al mismo tiempo, la heterodoxa se reclamaba cómo viéndolo ella tan claro no había podido compartir sus razones con sus compañeras o haber cambiado ese “no” que debió sonarles impositivo por un “no” convincente desde otras palabras.
Cierto que estar en las redes debiera ser algo opcional, aunque ciertamente no es lo mismo salir de ellas que no llegar a entrar. La heterodoxa lo sabía y en aquel momento aceptó reforzada en su negativa, consciente de que en cuanto terminara el trabajo volvería a vivir liberada de ellas. Así lo ha hecho hasta ahora. Y afirmaría por lo que observo que esa mujer vive más feliz que nosotros, más liberada de tareas que nosotros, menos ansiosa y más pausada. Su actual forma de hablar, su voz meditada, hacen que todos la escuchen y la tengan en cuenta. Ahora la heterodoxa es en cierto modo a la que todos los que están cerca envidian, la que todos los enganchados a redes, pastillas y trabajo querrían ser.
La negativa es un rasgo muy suyo. Pero no crean que este es un “no” agresivo, pronunciado como una ofensa, o un no soberbio por su impertinencia. Se trata de un “no” tranquilo, pronunciado después de la escucha, un “no” no por defecto, sino en las ocasiones que lo requieren. Un no meditado y amable, casi siempre argumentado, un no que ha convertido a la heterodoxa en uno de los pocos seres libres que conozco, al menos que parece serlo en mayor grado.
Ella es heterodoxa en relación a otros que en estas lides llamaríamos ortodoxos. Los denomino como plural pero aquí no van necesariamente en grupo ni son un plural comunitario. Son más bien multitud de solos conectados que siguen el ritmo de los números más altos, de lo más visto, del más seguido, de la idea más claramente expuesta. A todo ello suelen decir “sí” y esta es su banda sonora. La complacencia que los algoritmos refuerzan unifica ese plural, “nosotros lo tenemos claro”, “el mundo es de esta manera”. Los ortodoxos no pierden tiempo en cuestionar a esa mayoría a la que se sienten pertenecer y aceptan por defecto, están en las redes por defecto, suman tareas a sus trabajos por defecto y cuando no pueden soportar cargar con tantos “síes” a cuestas se medican para seguir haciendo lo mismo sin que se note su malestar.
Es la música de los “síes” acompañada del lamento interno “ay, si pudiera decir no”; estando cada uno en un lugar distinto, tecleando, haciendo cosas muy parecidas, más rápido para llegar al plazo, posteando lo último, posando con su mejor sonrisa, repartiendo corazones mientras mueven sus cabezas como los perros de plástico con cuello de alambre; estando donde la mayoría está porque esa pregunta del “¿puedo no estar?” es esquivada. Alguien debió decirles que hacerse preguntas duele, pero obvió la parte de que hacerse preguntas salva.
La venganza del ortodoxo damnificado
Los capitalismos se alimentan de deseo, el deseo se manifiesta en el “sí”. Deseamos prosperar, conseguir cosas, mejorar, materializar el mantra neoliberal que afirma que con voluntad podemos lograr lo que soñamos. A veces ese deseo se convierte en un “sí” por miedo, un sí por agrado, o un sí por inercia, diría más bien, por adicción, por sentir una presión a que rechazar rompa un vínculo liviano pero importante allí donde conectados todo está sometido al escrutinio público. Entonces un “sí” es como no decir nada pues es lo normal, pero un “no” de pronto te visibiliza y corre el riesgo de proyectar una atención que no podemos soportar.
Me parece que esto afecta a que la crítica en Internet se vea dificultada por el riesgo que supone recibir detracciones públicas sincopadas en un titular con un “no” agresivo, morbosamente más visibles. Como contrapartida, se asienta una cultura polarizada que incentiva la concreción del halago y del insulto, participando en el juego veloz, excedentario y mercantil que solo se hace vivible bajo la activación del “esto pasará”, porque todo es caduco y descartable.
Si los grupos se homogeneizan ideológica y afectivamente, es fácil que la ortodoxia de “sí a los míos” y “no a los otros” opere porque la celeridad alienta lecturas superficiales carentes de espesor alguno. Si en algún momento la dinámica se rompiera y se dijera “no” a los que se consideran nuestros y “sí” a los distintos, se estarían creando cauces de disenso y de diálogo posibles. Pero en las redes de ahora esto es muy complicado porque no están pensadas para el vínculo social ni para una vida socialmente sana, están pensadas como eficacísimo artefacto mercantil para que algunas personas ganen más dinero mientras la mayoría nos enganchamos.
En sintonía con esta estructura que se nos invisibiliza en lo cotidiano, el individualismo competitivo se naturaliza y extiende en las redes. Y en tanto el trabajo también se apoya en la digitalización, se rompen lazos entre iguales y se normaliza la rivalidad desde la conversión del sujeto en datos. No extraña que los trabajadores actúen como competidores perpetuos en la búsqueda de una mínima estabilidad, convirtiéndose después en seres vengativos que se dicen en voz baja: “cuando lo logre y sea yo quien evalúa aplicaré las mismas exigencias absurdas que me piden a mí”. En la venganza de los damnificados también se contribuye a la reiteración de un sistema.
Sepultados por el exceso de algo por sí solo bueno
Creo que la mayoría de los conceptos positivos corren el riesgo de hacerse tramposos y dañinos en su saturación. Y considero que en las redes esto ocurre con la comunicación, que excedida se nos hace ruido y queda totalmente pervertida.
Hemos vivido unos años de desorientación y descontrol alentando las bondades de la conexión tecnológica sin abordar la complejidad de la premeditación adictiva de gran parte de ella, idealizándola como requerimiento para el progreso. Progreso que se torna espectral y que en muchos sentidos no ha sido sino bucle o retroceso en la desconfianza hacia lo social.
Sin embargo, tengo la sensación de que vivimos un momento donde la conciencia del daño es más explícita. Y cuando esta conciencia se hace pregunta e interpela es buena noticia. Porque la heterodoxia de la que viene ha logrado incomodar, o incluso movilizar, a las personas como sujetos, no como individualistas sino como individuos capaces de pensar por sí mismos pensando también en lo que nos une socialmente. La conciencia es el interruptor de los cambios que más importan y a menudo nacen de un disentimiento, de un “de acuerdo, hasta ahora sí, pero en adelante no”. Bajo esta reflexión, cómo no preguntarnos ¿qué ocurriría si dejamos las redes?, ¿qué pasaría si nos negamos a lo que venimos aceptando irreflexivamente porque todos lo hacen y están?, ¿si cambiamos la inercia actual por “menos apariencia y más sentido”?
El asunto es complejo y por ello lo que afirmo reclama el derecho de ser libre y ser cuestionado. Y bajo esa motivación pienso cómo muchas personas aceptan porque sienten que no tienen el privilegio de poder negarse, porque ven que de esa suma de “síes como colaboraciones” depende su supervivencia laboral. Pero en la mayoría de los casos se trata de un viento que empuja y les tira, y les agota.
Esto acontece a distintos niveles, suministrando likes masivos, más candela al malo-malo y besos con lengua al bueno-bueno, producción precaria, papers al peso, amor contabilizado, impostura, colaboraciones aquí y allí. Todos lo hacen, sentimos que ahí es donde la mayoría está, creyéndose arropados e integrados.
Pero quien más se beneficia del predominio dócil de la aceptación es quien la rentabiliza, no se beneficia el trabajo que hacemos, por defecto más caduco y precario, tampoco nosotros, cada día más ansiosos, perdiendo lo que nos hace más humanos mientras nos asimila la máquina como seres previsibles y cada vez más robotizados.
El cambio social: cuando la heterodoxia necesita un plural
Si los síes son gasolina neoliberal para un mundo conectado, el individualismo es la estructura que lo mantiene. Enfatizo estructura porque las redes se organizan como puertas de entrada que tienen al “yo” como reclamo. Solo nos falta resplandecer parpadeantes en nuestros perfiles para cosificarnos aún más en el escaparate que nos expone al resto “todo el tiempo”. Creo con dolor que el gran fracaso de la digitalización reciente ha sido pasar por alto esta estructura de “yoes” mercantilizados. Porque no solo tapaba que estábamos alimentando de datos y experiencia a otras tecnologías que desconocíamos y nos usaban, sino que estábamos desvinculándonos entre nosotros. Conectados pero solos en lo social.
Este pensamiento está en la base de mi respuesta en construcción sobre ¿cómo disentir y rebelarnos?, ¿cómo negarnos cuando sabemos que algo nos daña y engancha? Creo que es algo que no se puede hacer en solitario y que necesitamos la complicidad de otros. Los vínculos sinceros permiten cuidarnos y ser recíprocos en esta tarea que precisaría contagiar esa heterodoxia. Claro que pensarla como plural y no como singularidad frente a lo dominante sería en cierto modo una contradicción, en tanto las diferencias y discrepancias se identifican en relación a lo habitual o normalizado. No obstante, es en la transformación de algo que comienza siendo heterodoxo pero que se contagia o convence donde germinan las semillas de los cambios sociales, esos que en un futuro podrían, incluso, considerarse ortodoxos.
La negativa es un comienzo que desvía el flujo de tareas, estímulos y requerimientos de lo que nos engancha. Pero, ¿cómo movernos si nada se mueve? A veces las fuerzas vienen de fuera (el empujón de algo en la vida, el extrañamiento al que nos lleva una conversación, un libro, la cultura…), otras son fuerzas internas (el hartazgo, el agotamiento, una presión que muta sumisión por rebeldía). En todos los casos posibles, pienso que para activar una negativa transformadora necesitamos fortalecer lo comunitario con lazos de complicidad que tanto posibiliten un “no” a otro como aceptar un “no” de otro. No vendría mal practicar una suerte de “noes amables”, donde la amabilidad no sea entendida como complacencia sino como vehículo de empatía y escucha más pausada, quizá comprensión, con suerte, lazo colectivo.
*Los últimos libros de Remedios Zafra, como ‘Frágiles’ (2021) y ‘El informe’ (2024), ambos en Anagrama, han abordado con mayor amplitud esta misma perspectiva en construcción.
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