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Tribuna
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Los Juegos de París: el deporte como cuestión de Estado

La cita olímpica ha cumplido con todos los valores originales de excelencia, aspiración internacionalista y pacifismo, pero sin poder abstraerse de un contexto de violencia mundial ajeno a su influencia

Vestrynge 13 agosto
enrique flores

“Francia no comprende el verdadero espíritu olímpico”. Estas palabras no pertenecen a ningún comentarista deportivo desplazado a París para retransmitir la competición más importante del deporte mundial. Es una afirmación del mismísimo Pierre de Coubertin, visionario fundador de los Juegos Olímpicos modernos, aunque no fue, precisamente, profeta en su tierra. Mientras él acusaba a su país de una profunda incomprensión de los valores olímpicos —la excelencia, la aspiración internacionalista y el pacifismo—, su figura y legado quedaron inevitablemente empañados por su respaldo a los Juegos de Berlín en 1936, un evento que Hitler utilizó para legitimar su régimen ante la opinión pública alemana e internacional con el único boicot de la República de España.

Existe la arraigada creencia que sostiene que el deporte debería mantenerse al margen de cualquier consideración política. Una idea tan estrechamente unida a la propia Carta Olímpica que en su artículo 50 prohíbe las manifestaciones políticas de cualquier índole. En esta edición, por ejemplo, hemos asistido a la descalificación de la atleta de origen afgano Manizha Talash, por su manifestación en favor de la liberación de las mujeres afganas. Para Coubertin, el deporte no debía involucrarse en la política menor, pero sí en los grandes debates que afectan a la humanidad. Pero el deporte nunca es solo deporte. Los Juegos Olímpicos y el deporte en general tienen una conexión intrínseca con la política. No solo en cuanto a la utilización vehicular del mismo para la expresión de opiniones o posiciones políticas, no solo para la exaltación patriótica de los valores de uno y otro país. Para el barón, los Juegos tenían una misión pedagógica desde su origen: el deporte debía educar a las masas en los valores olímpicos, civilizando a los pueblos mediante la búsqueda de la excelencia deportiva.

Francia ha acogido los Juegos Olímpicos modernos por tercera vez en su historia. París ha vuelto a ser sede olímpica después de 100 años y ha servido de escenario a un acontecimiento no solo deportivo, también moral y, por supuesto, político. Francia —entre precios desorbitados, éxodo de la ciudadanía parisina y una espectacular transformación urbana— ha tenido la oportunidad de mostrar al mundo no solo su identidad, sino de desmentir aquella afirmación de su olímpico conciudadano.

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Con una ceremonia inaugural polémica (porque hoy todo lo es) y bastante original, Francia quiso mostrar al mundo que continúa siendo un actor internacional relevante, con una herencia política y cultural que conecta directamente con los principios y valores del olimpismo, que se ha agenciado como propios y los ha expuesto como motivos de orgullo nacional. Una exhibición de legado revolucionario, progresismo moral y dinamismo cultural, pero también la muestra de una cierta vocación geopolítica: europeísta, internacionalista y abierta al mundo. A pesar de las desquiciadas críticas de una derecha anti-woke imitadora de la Far Right estadounidense que puso el grito en el cielo por la ceremonia inaugural, el país (y la Francia de “outre-mer”) se ha reposicionado simbólicamente en el escenario internacional.

Durante estas semanas de intensa competición, París y la constelación de ciudades y territorios franceses que han acogido los Juegos, han devenido una arena política, donde los países occidentales corren el riesgo de ser derrotados en un terreno que ellos mismos han configurado. Así podemos comprender la feroz competición por dominar el medallero olímpico entre China y Estados Unidos como una expresión geopolítica de la nueva guerra fría entre las dos potencias. También hemos visto imágenes impactantes como el selfie sonriente entre los deportistas olímpicos de las dos Coreas o la participación de 15 deportistas rusos compitiendo bajo la designación de “Atletas Neutrales Independientes” tras la exclusión de Rusia debido a la guerra de Ucrania. Ya sabíamos que no era solo deporte, el supuesto apolitismo de los juegos es, en realidad, geopolítica.

Una teoría sugiere —y no es un pensamiento reciente— una conexión entre la centralidad del deporte en la sociedad y la contención de la competencia extrema y la violencia. Las sociedades se vuelven más pacíficas e igualitarias a través del deporte. El sociólogo alemán Norbert Elías lo llegó a llamar “proceso de civilización”. El deporte deja de ser un camino de preparación para la guerra para transformarse en un complemento de la democracia parlamentaria. La sublimación de la violencia en el deporte pone límites a esta entre las naciones. Pero sobre todo contiene la violencia de las masas.

Si efectivamente ser el mejor en un combate de boxeo, en un partido de fútbol o a lomos de un caballo se convierte en la receta definitiva para no querer ser el único en pie al final de la contienda; si el rechazo a la violencia se ha convertido en una de las creencias más profundas de las sociedades avanzadas, ¿cómo es posible que los terceros Juegos Olímpicos de París se hayan producido en este contexto de guerra en Europa y de genocidio del pueblo palestino en Oriente Medio? ¿Cómo es posible que la violencia no sólo no esté disminuyendo, sino que muestre indiscutibles signos de recrudecimiento? La utopía olímpica original parece estar muy lejos de ser un antídoto para la violencia. Parece, de hecho, recorrer un camino paralelo, por no decir alternativo, al de la búsqueda de la paz por las propias naciones que participan.

Todo aquello de la excelencia, la aspiración internacionalista y el pacifismo, además, se ha desarrollado en un París y una Francia —golpeadas en los últimos tiempos por el terrorismo islamista y atenazada por la obsesión securitaria— protegidas con un despliegue de seguridad sin precedentes. El país galo había confiado al éxito de esta fortificación del evento y al normal transcurso del mismo el resultado final de los Juegos. Francia no podía permitirse un nuevo atentado. En términos de imagen internacional, cualquier altercado habría sido desastroso.

Porque la civilización se desarrolla en los confines de la competición deportiva y siempre necesita de un Otro, que funciona como un negativo fotográfico. Y los Juegos Olímpicos nos revelan el deporte como una auténtica cuestión de Estado. No sabemos si el actual Comité Olímpico Internacional (un organismo autónomo, independiente y supranacional con sus luces y sus muchas sombras) comprende el espíritu olímpico, pero desde luego se ha configurado como un sujeto con capacidad de ejercer presiones diplomáticas, un “reconocedor de Estados sin Estado” y un juez de causas justas. El organismo encargado de promover el olimpismo en el mundo proporciona una vía para el encuentro y la confrontación entre las naciones, eso sí, sin armas, sin daños materiales, sin pérdidas humanas. La panacea del enfrentamiento, la guerra perfecta —salvo para ciertas industrias—. Una guerra sin balas, que diría Orwell. Es, en definitiva, un indicador de poder y declive, un escaparate ideal para las relaciones internacionales. Una guerra permanente que permite victorias memorables y hace menos dolorosas las derrotas.

Aunque la realidad es tozuda y se empeña en bajarnos, impotentes, a la tierra: la misma semana en la que los equipos de Palestina e Israel convivían en París hemos asistido, dentro de la programación de este genocidio televisado, un cruento bombardeo en la Franja de Gaza que ha asesinado a un centenar de palestinos. La llama olímpica sobrevuela la capital de Europa con sus excelsos valores y su voluntad pacifista, pero la Humanidad no consigue dejar atrás la imborrable huella de la violencia.

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