Menores solos
La despersonalización azuza el temor, crea paisajes apocalípticos y profundiza la polarización, canalizando el odio hacia terceros vulnerables
El 9 de julio, el economista Manu Hidalgo compartió en X un pensamiento de los que entran como una flecha y se comparten con los ojos cerrados. “Propongo dejar de usar en el debate político el acrónimo MENA y empezar a usar la principal característica que realmente define a esas personas: niños y niñas”, tuiteó. Con una frase sencilla y certera dibujaba una realidad incómoda escondida detrás de una sigla y su significado. Y es que, ¿qué son los menores no acompañados sino niños y niñas que están solos? Que emprenden solos un viaje lleno de peligros mortales o se quedan solos por el camino. Que llegan solos a un país extraño, sin nadie que los cuide, los mime y los proteja. Que se enfrentan solos a una nueva vida llena de dificultades acumuladas que no siempre sale bien.
El comentario, pese a su acierto, o quizás por él, desató una tormenta de respuestas insultantes, agresivas y racistas. Cínico, pijo o miserable fueron algunos de los calificativos más suaves dirigidos al autor. Delincuentes, mayores de edad disfrazados de menores o violadores, los dedicados a los niños solos que llegan a España a bordo de una patera. Niños en masculino, pues el sanedrín tuitero dictaminó con gran enojo y sentimiento de oprobio que no hay niñas entre los menores no acompañados. Ningún resquicio puede debilitar el muñeco de trapo diseñado para zurrarle y dar miedo. Si hay niñas, la mentira mil veces repetida que dibuja a estos menores como delincuentes, machitos bravucones agresivos que roban, pegan y violan allá por donde van languidece. Por eso tampoco vale lo de niños. Masculinos, sí, pero no pequerrechos, no vaya a ser que inspiren ternura. Así, la propaganda racista machacona no para de repetir que no son dulces infantes, sino bigotudos adultos, convirtiendo la vida real en una suerte de homenaje a series adolescentes como Al salir de clase, donde fornidos treintañeros o más se disfrazan de jovenzuelos estudiantes de instituto. Todo debe favorecer la caricatura del monstruo. La despersonalización azuza el temor, crea paisajes apocalípticos y profundiza la polarización, canalizando el odio hacia terceros vulnerables.
No importa que la realidad diga otra cosa. Que los informes de UNICEF señalen que los márgenes de error de los métodos utilizados para determinar la edad no cuelan a adultos por menores, sino que expulsan a muchos chiquillos del sistema de protección. Que Save the Children advierta de que “las causas políticas y económicas, la inestabilidad alimentaria y la crisis climática” están detrás del crecimiento de las llegadas, y no un supuesto efecto llamada porque España sea la jauja de los matones migrantes disfrazados de críos. Que se detecte un incremento paulatino de chicas adolescentes. O que los estudios nos cuenten que gran parte de las menores migrantes no son registradas porque vienen controladas por mafias dedicadas a la trata de personas que las obligan a prostituirse.
Mientras Santiago Abascal rechaza el reparto autonómico de menores extranjeros llegados a Canarias porque no quiere ser “cómplice de robos, machetazos y violaciones”, iniciativas académicas como el proyecto Intervención socioeducativa con menores extranjeros no acompañados en la provincia de Córdoba, donde participan docentes de la Universidad de Córdoba, agentes de la Guardia Civil y profesionales del Servicio de Protección de Menores de la Junta de Andalucía, nos cuentan que los problemas de convivencia en los centros de protección de la mayoría de estos menores son escasos y que apenas reciben denuncias por actos violentos. La realidad y sus datos resquebrajan el fantoche. De repente es de carne y hueso y lo podemos reconocer. Y el miedo se diluye como un azucarillo.
En una sociedad democrática no caben ambigüedades ni mentiras. Es tiempo de responsabilidad política y solidaridad, de proteger a todos los niños y niñas. No nos conformemos con menos.
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