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tribuna
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Campaña en EE UU: Aún no hemos visto nada

Las últimas tres semanas han deparado tantas sorpresas en la política estadounidense que cabe imaginar cuántas más puede haber hasta las elecciones

La vicepresidenta de EE UU, Kamala Harris, comparece en la conferencia de Seguridad de Munich, en febrero pasado.
La vicepresidenta de EE UU, Kamala Harris, comparece en la conferencia de Seguridad de Munich, en febrero pasado.Pool (via REUTERS)
Josep M. Colomer

Joe Biden apareció senil y paralizado en el debate con Donald Trump que él había pedido y para el que había marcado las reglas; para corregir el resultado, tuvo una entrevista en el canal ABC que se emitió grabada y aun así empeoró el diagnóstico. Antes, había asistido a la reunión del G-7 en Italia, en la que desapareció durante un día entero y no se presentó a la cena de gala ofrecida por el presidente de la República; y después, en la cumbre de la OTAN en Washington, confundió a Harris con Trump y a Zelenski con Putin. Posteriormente, ha demostrado ser un buen lector de teleprompter, pero incapaz de mantener una conversación durante más de unos minutos.

Mientras tanto, el Tribunal Supremo ha desviado a un tribunal inferior la decisión sobre la inmunidad de Trump en asuntos privados; se ha suspendido temporalmente el proceso por su apropiación de documentos secretos; y se ha aplazado la sentencia por la condena del pago para silenciar su adulterio porno. Tras todo ello, fue casi asesinado, por dos centímetros, en un mitin, y proclamado candidato en la Convención Republicana como enviado de Dios.

Todo en apenas tres semanas. Por definición, es difícil imaginar las sorpresas. Pero seguro las habrá más y aún mayores de aquí hasta noviembre.

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En la mayoría de los países democráticos, una campaña electoral dura entre tres y seis semanas. En Estados Unidos dura diez meses, desde que empiezan las elecciones primarias. Lo normal es que nadie sea capaz de adivinar el resultado antes del mes de septiembre, como tantos profetas autoinvestidos continúan intentando. Es como predecir el resultado de un partido de fútbol en la media parte cuando van cero a cero.

De las ocho elecciones presidenciales de Estados Unidos que he seguido más o menos de cerca, en dos ganó un candidato en minoría como resultado de la aparición de un tercer candidato (Bill Clinton gracias a Ross Perot, en 1992 y 1996), en otra ganó el candidato inesperado tras iniciar una guerra como respuesta a un ataque terrorista (George W. Bush, en 2004), en otra ganó otro candidato inesperado tras el estallido de una gravísima crisis financiera en septiembre (Barack Obama, en 2008), y en dos, el perdedor en votos populares ganó en el Colegio Electoral (Bush, en 2000, y Trump, en 2016). Casi todas las predicciones en julio fueron refutadas.

La desmedida duración de las campañas presidenciales en Estados Unidos se debe al desaforado propósito de elegir una sola persona como presidente ejecutivo con enormes poderes con solo dos candidatos, es decir, una selección extremadamente simple e importante en una sociedad extremadamente grande y compleja. Cuando hay varios partidos en competencia, la elección de los candidatos por los ciudadanos es menos difícil, ya que siempre hay alguien que a cada uno le puede parecer más fiable o menos malo. Pero con la alta polarización que se crea cuando solo hay dos candidatos, es más probable que a una gran parte de los votantes les desagraden los dos.

En Estados Unidos, al registrarse como votante hay la opción de inscribirse como votante de un partido, que suele ser la condición para participar en las primarias del mismo, como independiente o como votante de terceros partidos. En los últimos años, el número de independientes ha aumentado hasta casi la mitad. Esto quita mucho valor a las encuestas que dicen, por ejemplo, que Trump cuenta con el apoyo de un 70% de los votantes republicanos, porque significa que son solo un 15% del total de votantes, lo cual no permite una predicción sería acerca de la elección general. El alto número de independientes también preludia una alta abstención cuando, como ha ocurrido hasta ahora, los dos candidatos son muy rechazados.

Un postulado tradicional de la ciencia política era la incumbent advantage, es decir, la ventaja del candidato que ya está en el cargo porque puede manipular favorablemente la información de su gestión pasada y aparecer como el semi-malo conocido frente al bueno por conocer en la oposición. Pero en los últimos 15 años, esta ventaja ha desaparecido debido a las crisis, la nueva ineficiencia de los gobiernos, las promesas y expectativas incumplidas, la pérdida de credibilidad y el voto de protesta; los gobiernos pierden más reelecciones que nunca, aparecen nuevos partidos y candidatos y, en algunos países, gana el más novato o el que siempre ha estado en la oposición. Para muchos votantes, ahora casi cualquier desconocido puede ser menos malo que un semi-malo conocido, porque este ya no es creíble. Si los candidatos fueran ahora Donald Trump y Kamala Harris, estaríamos ante una situación inédita: los dos serían semi-malos conocidos, uno como expresidente y la otra como vicepresidenta. Un candidato nuevo podría ser más atractivo. Pero sería otra gran sorpresa que todo el Partido Demócrata se agrupara tras ella o él.

Lo más probable es que las campañas de los próximos tres meses tengan que centrarse en desanimar la abstención y promover el voto al que cada uno vea como el mal menor. La campaña de verdad empezará a la vuelta de las vacaciones, dentro no de tres sino de seis semanas. Aún no hemos visto nada.


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