El antropólogo idiota
Procesión y procesar poseen la misma raíz: tal vez porque durante la procesión se procesa un sentimiento colectivo de gratitud hacia los que nos precedieron y se alumbra un deseo de felicidad para los que nos continúan
Rubén Darío y Unamuno estuvieron aquí, pienso mientras recorro la costanera de la ría del Nalón, emplazada en la localidad de San Esteban, perteneciente al concejo asturiano de Muros de Nalón. Camino con la idea fantástica de que las plantas de mis pies pisen el mismo pedazo de suelo que pisaron las suyas. Me pregunto a la vez por qué rayos los ríos cambian de género cerca de las desembocaduras y por qué decimos “esta es la ría del Nalón”, que viene a ser como decir “esta es la señora del subsecretario”. Todo es confuso y bello.
Pero resulta que se celebra la festividad de la virgen del Carmen, patrona de la mar, cuya imagen aparece de súbito al frente de un desfile, llevada en andas por un grupo de costaleros que la introducen, no sin dificultad, en una lancha engalanada para la ocasión. Seguida de 50 o 60 embarcaciones que hacen sonar sus sirenas, la comitiva se dirige a la zona en la que las aguas saladas se mezclan con las dulces, dando lugar a un mestizaje de carácter líquido del que deberíamos tomar nota para armonizar los de carácter sólido, que tantos y tantos conflictos nos provocan. La gente, emocionada, aplaude desde la orilla de la ría, agitando el mismo aire que quizá agitaron con sus manos Unamuno y Rubén.
Todos llevamos dentro un antropólogo, generalmente un antropólogo idiota. Así, veo turistas que levantan la ceja en gesto de condescendencia ante un rito ancestral que no comprenden. Entre tanto, la procesión se ha detenido y se arrojan flores a las aguas en memoria de los pescadores devorados por ellas. Procesión y procesar poseen la misma raíz: tal vez porque durante la procesión se procesa un sentimiento colectivo de gratitud hacia los que nos precedieron y se alumbra un deseo de felicidad para los que nos continúan. Cuando todo acaba, aparece en las aguas de la ría, cerca de mí, un pato cuyo perfil me resulta familiar. “¡Unamuno!”, le grito, y vuelve novelísticamente la cabeza.
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