Los semáforos
Mi relación con estas señales supone una experiencia de aprendizaje que me ha hecho ser como soy: rojo y verde
Me gusta pensar en los semáforos. Mi relación con ellos supone una experiencia de aprendizaje que me ha hecho ser como soy: rojo y verde. La primera lección llegó de la mano de mi madre, cuando recorría las calles granadinas hacia la casa de mis abuelos. Me enseñó un orden general y familiar. Es verdad, conviene empezar por el principio, está prohibido cruzar un semáforo en rojo, porque uno puede ser atropellado por los coches que pasan camino de cualquier parte. Así es. Pero como yo soy niño de ciudad, y estoy acostumbrado a los coches, igual que los campesinos acostumbran a leer los cielos y dialogar con la sequía o con la lluvia, aprendí en mi adolescencia que a veces no pasan coches por los semáforos en rojo. No es muy grave saltárselos cuando el peligro es más normativo que real. Nada pasa si uno cruza en con prudencia, seguro de sí mismo y sin coches a la vista. Se gana mucho tiempo.
Después la vida enseña otra lección decisiva. También debe tenerse cuidado con los semáforos en verde, asegurarse bien al cruzar, porque hay vehículos capaces de perder los nervios y conductores dormidos o furiosos con peligro de atropello. Si un coche te pasa por encima es poco consuelo saber que el semáforo estaba en verde. Quizá las multas sí, pero los huesos responden poco a esa realidad sobrevenida.
Así que es conveniente saberse la ley, pero también comprender cuando pueden pasarse los semáforos en rojo y cuando hay que tener cuidado con los semáforos en verde. Se trata de una prudencia ahora más necesaria que nunca con tanto vehículo silencioso, bicicletas, patinetes o motores híbridos que no hacen ruido al andar. Cuando escribo, pongo mucha atención a las enseñanzas de los semáforos. Cuando pienso en la política también. Da pena ver que una buena idea, como un semáforo en verde, puede convertir en un peligro para quienes se olvidan de esos contextos diarios que se parecen al tráfico.
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