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Columna
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Tarde de firmas en la feria

El encuentro con los lectores, por lo general breve, brinda a los escritores la oportunidad de conversar con ellos, escuchar sus impresiones y verles la cara. Constatan así que no escriben para seres incorporales

Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero, bajo el seudónimo de Carmen Mola, durante la firma de libros en la Feria del Libro de Madrid el 1 de junio.
Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero, bajo el seudónimo de Carmen Mola, durante la firma de libros en la Feria del Libro de Madrid el 1 de junio.Matias Chiofalo (Europa Press)

Llegada la primavera, menudean en España las ferias de libro. En ellas se le ofrece al escritor la posibilidad de dedicar ejemplares de sus obras. No es raro que los autores mencionen este asentado hábito a la hora de expresar las razones por las que acuden con gusto a las susodichas ferias. El encuentro con los lectores, por lo general breve, les brinda la oportunidad de conversar con ellos, escuchar sus impresiones y verles la cara. Constatan así que no escriben para seres incorporales. No me ha parecido nunca que la firma de libros constituya una actividad mecánica. Uno no garabatea frases amables ni estampa su firma al modo como Chaplin aprieta tuercas en la célebre secuencia de la fábrica de Tiempos modernos. Por lo común, el corto diálogo discurre por sendas de halago y gratitud, y el escritor corresponde a las muestras de afecto con mayor o menor cordialidad. Esto ya depende de cada cual, puesto que hay en el gremio de quienes componen libros gentes de muy diverso talante. Las firmas suelen dar para copiosos anecdotarios. Uno ha dedicado libros a perros, presentes al otro lado del mostrador; a criaturas aposentadas en el vientre abultado de las gestantes que imaginan a un lector futuro en el nonato; a personas que están muy “malitas” en el hospital, con pocas probabilidades de consagrarse a la lectura. Más me descolocó hace poco, en la Feria del Libro de Valladolid, la petición de dedicar el libro a un hombre fallecido. Me la dirigió la viuda con gesto circunspecto, ojos cercanos a las lágrimas y la revelación de que el esposo, en vida, solía gustar de mis libros. No hallé en mi repertorio de dedicatorias ninguna que me sirviera. ¿Qué se le puede decir a un muerto? Le rogué tiempo para pensar a la señora y se me fue poniendo un nudo de angustia en la garganta. A veces, cuando menos se espera, aflora lo hondo humano y luego uno se va al hotel apaleado por las cavilaciones y las penas.

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