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El debate | ¿Cómo debe ser la próxima ampliación de la UE?

El Parlamento Europeo que se elige el domingo tendrá sobre la mesa la cuestión de una nueva expansión acelerada por la necesidad de respaldar a Ucrania frente a la agresión rusa. Los Balcanes también ven aquí una oportunidad

Union Europea
Las banderas de la UE, sus Estados miembros y Ucrania ondeaban el día 5 de mayo ante la sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo.Europa Press

La Unión Europea vuelve a encontrarse ante el dilema de cómo efectuar su ampliación. La guerra de Ucrania ha vuelto a poner sobre la mesa la cuestión de la velocidad por encima de la preparación. Se trata de una cuestión que a lo largo de la historia de la UE se ha planteado en varias ocasiones y que durante la nueva legislatura europea deberá tratarse.

Bernardo de Miguel, excorresponsal de Cinco Días y EL PAÍS en Bruselas, considera que la Unión afronta el dilema de aceptar a nuevos socios que no están preparados o arriesgarse a perderlos de su esfera de influencia. Por su parte, Ignacio Molina, investigador principal del Real Instituto Elcano, defiende la ampliación no solo como un deber moral de la UE hacia sus vecinos del continente, sino también como una de las mejores bazas que puede jugar Europea en un mundo multipolar.


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Pronto y mal o tarde y nunca

Bernardo de Miguel

El 1 de mayo de 2004, Polonia y un puñado de países del Este cayeron de pie en la historia por primera vez en muchas décadas. Su ingreso aquel día en la Unión Europea marcó el inicio de un período de prosperidad y libertad como no habían conocido en mucho tiempo. Fue la mayor ampliación del club (que pasó de golpe de 15 a 25 socios y enseguida a 27) y la prueba, una vez más, de que esa política de puertas abiertas es el arma más poderosa de la política exterior de la Unión.

Bruselas quiere ahora repetir la jugada con Ucrania y los Balcanes occidentales, tanto como recompensa al país que se bate desde hace más de dos años contra el ejército de Vladímir Putin como para evitar que una parte del vecindario oriental sea utilizada por Moscú o Pekín como ariete para desestabilizar Europa. Objetivo declarado: poner en marcha otra gran ampliación a partir de 2030 para pasar de los 27 socios actuales a 35.

La intención de Bruselas parece encomiable, pero se trata de una carrera con el reloj en contra, en un momento en que la historia no avanza al pausado ritmo de décadas como le gusta a la UE, sino a zancadas de meses, semanas y hasta horas. En la coyuntura actual, la próxima ampliación se presenta como un maratón a ritmo de sprint. Una prueba titánica que la UE no puede eludir, pero que tendrá muy difícil rematar con éxito.

Ucrania, el país faro de la nueva ampliación, como lo fue Polonia en el big bang de 2004-2007, está sometida a un tormento que, sea cual sea el desenlace de la sangrienta invasión rusa, dejará a un país exangüe, política, social y económicamente. ¿Con qué autoridad moral podrá exigir Bruselas a Kiev que acometa a toda prisa tras el fin de la guerra las imprescindibles reformas para adaptarse a los exigentes estándares del club europeo?

Si la candidatura de Ucrania embarranca o descarrila como consecuencia de una traumática posguerra —llamada a dejar un país ultranacionalista, rusófobo y con la sociedad civil malherida—, la próxima ampliación de la UE sería poco más que una apuesta fallida. La incorporación de países pequeños como Montenegro, Albania o Macedonia del Norte, supondría más complicaciones para la UE con muy poco valor añadido. Resultado previsible: un club más inmanejable, más pobre en términos relativos, y más propenso al estancamiento en su integración.

El futuro interno de la UE tampoco anticipa facilidades para la próxima ampliación. Dos socios fundadores y contribuyentes netos —Italia y Países Bajos— ya están en manos de gobiernos ultranacionalistas abiertamente reacios a la incorporación de nuevos países. El ascenso ultra abarca desde Portugal a Alemania, de Suecia a Eslovaquia. En Francia, la ultraderechista Marine Le Pen ganará las elecciones europeas de este 9 de junio, según los sondeos, y calienta motores para relevar al presidente Emmanuel Macron en el Elíseo en 2027. Mal panorama para los avances de integración (supresión de veto en ciertas áreas, renuncia a un comisario por país, presupuesto común más abultado) que, según Bruselas, hacen falta antes de admitir a Ucrania y compañía.

El recelo de los países del Este a la nueva ampliación también está yendo a más, ante el temor de que el gigante ucraniano les prive de las multimillonarias ayudas e inversiones que reciben desde la ampliación de 2004. La historia de la UE muestra que el vecino de pared con pared suele ser el mayor obstáculo para entrar en el club, como comprobó España con Francia o ahora Macedonia del Norte con Grecia.

La UE se encuentra, por tanto, ante dos opciones. Pisar el acelerador para incorporar a nuevos socios mal preparados, a riesgo de quebrantar la cohesión del club. O poner la marcha lenta, exponiéndose a que los candidatos se hastíen y se alejen de la órbita de Bruselas, como ha ocurrido ya con Turquía. Pronto y mal, o tarde y nunca. Terrible dilema con profundas consecuencias históricas y geopolíticas para todo el continente.


Un deber moral, una decisión conveniente

Ignacio Molina

¿Qué sería de la UE si todavía estuviera compuesta por sus seis países originales? Desde luego no tendría su actual escala económica (similar a la de EE UU) ni sería la primera potencia comercial e inversora global. Tampoco tendría la influencia exterior asociada a esa realidad, como ser parte del G-20/G-7, líder absoluto en cooperación al desarrollo, o actor de referencia en las negociaciones climáticas. Tampoco habría ayudado a la exitosa democratización y al espectacular crecimiento de más de 15 nuevos miembros (entre ellos España) que eran pobres y autoritarios cuando nacieron las Comunidades Europeas. Gracias al proceso de integración, Europa ha pasado de ser el continente que más guerras ha sufrido en la historia al más estable y seguro del mundo, aunque esa bendición no alcanza a aquellos rincones que todavía no han tenido la suerte de poder adherirse.

Por supuesto que la adhesión de una decena de candidatos de las partes más convulsas y atrasadas de Europa plantea enormes problemas. Baste decir que tres de ellos (o incluso cinco, si se añade la interferencia serbia en Bosnia-Herzegovina y Kosovo) no controlan por completo sus territorios. En el caso de Ucrania, más allá de la guerra, impresiona comprobar que su PIB per cápita no llega a la mitad del de Bulgaria (el menor de la actual UE) y que, en paralelo, sus tierras cultivables superan a las de España y Francia combinadas. El impacto financiero que tendrá acogerla y reconstruirla será enorme. Y no son menores los desafíos para gestionar la corrupción, las estatalidades frágiles y las posibles derivas iliberales de todos ellos.

Y, sin embargo, el destino manifiesto de los Veintisiete, su principal objetivo estratégico para los próximos años, es hacer posible esa ampliación. El deber moral es similar al que Alemania Occidental tenía con la antigua RDA cuando sus valientes y sufridos ciudadanos derribaron el Muro de Berlín. Podemos enrocarnos en una zona de confort occidental, subrayar el temor a los saldos presupuestarios deficitarios que se avecinan, y hacer consideraciones realistas sobre la buena fortuna que tenemos por estar lejos de Rusia. Pero, además de incurrir en egoísmo (que, en nuestro caso, sería además muy incoherente visto el impacto tan positivo de haber europeizado el país), estaríamos equivocados. Porque esa ampliación no es solo justa sino también necesaria.

Los beneficios no recaerán solo sobre los futuros nuevos socios, sino sobre toda la UE, que podrá aprovechar la ocasión para hacer reformas en su funcionamiento (ampliación y profundización siempre han ido de la mano) y que se afirmará frente al agresor ruso. Con ello, madurará en un panorama geopolítico hostil, marcado por una China asertiva y unos EE UU en los que ya ni siquiera se puede confiar del todo. Solo podremos defender nuestros valores e intereses (que siguen apostando por un mundo basado en reglas, la acción climática o el comercio abierto) si demostramos ser capaces de aceptar y sostener el envite de nuestros rivales. Y la principal arma de Europa en ese frente es la promesa misma de poder formar parte de ella.

Las adhesiones no serán, en todo caso, a corto plazo. No habrá atajos y los candidatos tendrán que cumplir con los llamados criterios de Copenhague (ser democracias liberales consolidadas, tener una economía funcional y cumplir todos los exigentes estándares normativos del Mercado Interior), pero harán ese camino con la ayuda generosa de quienes ya somos miembros; no con el desdén que hemos tratado a los Balcanes Occidentales hasta 2022.

Hay europeístas que se resisten a la ampliación desde la nostalgia de aquella Europa feliz de los noventa y ante el temor de que alguno de los nuevos miembros sea (como pasa con Hungría y con Polonia hasta hace poco) recalcitrante hacia nuevos avances en la integración o incurra en prácticas iliberales. Pero esa lectura es miope al fijarse en alguna patología, que la UE debe desde luego combatir, y no ver los enormes logros políticos, sociales, económicos y culturales que las ampliaciones han supuesto en sus miembros más orientales. Y no tiene en cuenta, además, que de los seis Estados originales, dos tienen gobiernos euroescépticos (Italia y Países Bajos) y otro (Francia) podría tenerlo en breve. No somos mejores, solo hemos tenido la suerte de haber llegado antes.


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