Lo que os hace bailar, malditos
Pocos amantes de la ópera considerarán que la música de Raffaella Carrà sea un epítome de la creación armónica, pero seguro que alguno lo da todo en la pista en cuanto eso empieza a sonar
¿Qué te hace bailar? No pregunto qué música te gusta, sino cuál te hace saltar de la silla. Unas pocas notas de guitarra de Fiebre del sábado noche pueden obrar el prodigio aunque no te gusten los Bee Gees, mientras que Pablo Milanés no pidiendo una estrella azul, que a lo mejor te encanta, te dejará clavado al suelo en completa parálisis durante cinco minutos. Hay música que te induce a mover el cuerpo a su ritmo, o al menos a mover el dedo índice de la mano golpeando en la mesa. En las discotecas se han detectado organismos sésiles que incluso mueven un pie. Sin levantarse de la silla, por supuesto.
Tras una rápida ronda entre mis amigotes, he aprendido que se puede admirar una canción sin que te produzca el menor estímulo de mover el cuerpo. Uno de mis contactos asegura que un local de bodas puso Suspiros de España mientras los novios entraban al convite, y aquello no solo quitó a la gente las ganas de bailar, sino incluso las de comer. Y no me entiendan mal, yo creo que ese es el mejor pasodoble que se ha escrito jamás. Pero no es para bailar. Con las sevillanas también pasa: las hay para bailar y las hay para escuchar, según aseguran los aficionados, entre los que no me cuento, Dios me ayude.
Otra amiga es muy de bailar con Raffaella Carrà, aunque prefiere Fiesta a Pedro, que se ha puesto de moda últimamente en el hemisferio sur, por alguna razón. Pocos amantes de la ópera considerarán que la música de Carrà sea un epítome de la creación armónica, pero seguro que alguno lo da todo en la pista en cuanto eso empieza a sonar. España camisa blanca de mi esperanza, en cambio, es una canción maravillosa, pero te llega más al cerebro que al esqueleto. Insisto en que no estamos hablando de calidad musical, sino de qué tienen esas canciones que te inducen a bailar, sean buenas o malas según tu criterio o el mío.
El Mediterráneo de Serrat es una de mis canciones favoritas —sé que no soy muy original por ello—, pero bailarla tiene un problema serio. La inmensa mayoría de la música se escribe en ritmos de 4/4 (léase cuatro por cuatro), como Smoke on the water de Deep Purple o cualquier sonata de Schumann, o en 3/4 (tres por cuatro), como un vals de Strauss o My favorite things en la versión de John Coltrane. Pero Serrat tuvo el tino de alquilar como arreglista a un gran pianista de jazz, Juan Carlos Calderón, que le puso la canción nada menos que en 5/4 (cinco por cuatro). Calderón había importado ese ritmo del Take five de Paul Desmond, que había dado un pelotazo en la década anterior. Mediterráneo y Take five son innovadoras y geniales, pero un 5/4 no hay quien lo baile, troncos, salvo que seas una danzarina profesional.
Bien, ¿qué nos hace bailar, entonces? Por extraño que te resulte, hay investigaciones interesantes sobre la música y nuestra percepción de ella, las emociones que nos dispara sin que tengamos mucho control sobre ellas, su naturaleza a la vez trasparente y misteriosa. Arnaud Zalta y sus colegas de la Universidad Aix Marseille han abordado la cuestión del baile, y sus conclusiones son bien interesantes. Al oír música, nuestro cerebro auditivo se pone automáticamente a intentar predecir lo que va a venir a continuación. Un ritmo regular pone fácil esta tarea, pero enseguida aburre, como todo lo predecible. Si pones síncopas, contratiempos y otras zancadillas sonoras en tu pieza, el oyente no ve forma de predecir nada y se larga a otro bar. Mitad predecible, mitad sorprendente: ese es el secreto de la música que te levanta de la silla. Sé que ese es también el secreto de una buena improvisación de jazz, y tal vez también de algunas buenas metáforas: “Emblema de los que salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas” (Cortázar). Y quién sabe de qué más. Pruébalo.
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