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LA BRÚJULA EUROPEA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La bajeza de Occidente

La lista de actuaciones ilegales o reprobables de los países occidentales no deja de crecer. La ola ultraderechista amenaza con empeorar un historial ya muy oscuro

Los líderes del G-7 durante la cumbre en Hiroshima, en 2023
Los líderes del G-7 durante la cumbre en Hiroshima, en 2023MINISTRY OF FOREIGN AFFAIRS OF J (via REUTERS)
Andrea Rizzi

La lista, dolorosamente larga, no deja de crecer. Es el cúmulo de actuaciones ilegales, indignantes, reprobables o de muy dudosa moralidad de Occidente. Washington, líder de ese espacio y principal potencia mundial, destaca en cuanto a responsabilidades, pero Europa no está ni mucho menos exenta de ellas. Observemos una selección de las últimas tres décadas.

El genocidio de Srebrenica, símbolo de la terrible inacción europea en las masacres de los Balcanes.

Guantánamo, Abu Ghraib, el programa de vigilancia masiva sin autorización judicial Viento Estelar y los vuelos de la vergüenza de la CIA, emblemas de la abdicación de EE UU al Estado de derecho y los derechos humanos, con cooperación de algunos países europeos que facilitaron tránsito y centros operativos a la agencia estadounidense.

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La invasión de Irak, atropello del derecho internacional fundado en mentiras descaradas, capitaneada por EE UU, pero de nuevo con connivencias europeas, como las del Reino Unido, España y Portugal.

La Libia primero intervenida y luego abandonada al desastre.

La Siria directamente abandonada al desastre.

El egoísmo en la distribución de las vacunas en la pandemia: EE UU, sin exportarlas; los europeos, exportándolas, pero boicoteando la liberación de patentes.

La anuencia, durante décadas, a la ilegal e injustificada ocupación israelí de territorios palestinos con todos los abusos a ella vinculados. Y, en el caso de EE UU, el continuado suministro de munición a una respuesta bélica con toda probabilidad criminal, y sin duda alguna deshumana.

El rebote, cada vez más desacomplejado, de solicitantes de asilo. La infame separación de niños de sus familias practicada por la Administración de Trump. Las puertas abiertas a los refugiados de Ucrania, las cerradas a los sirios. La subcontratación a regímenes autoritarios de la tarea de freno de inmigrantes, a sabiendas de que los métodos son los esperables de parte de regímenes autoritarios de esa calaña, y quedándose a gusto con el mero hecho de haber reclamado que todo se haga con pulcritud.

Estos dos últimos apartados —la guerra en Gaza y la inmigración— son los que nos conciernen más ahora. En el primero sigue habiendo demasiados gobiernos occidentales que, por la vía de no hacer nada más que pronunciar inútiles críticas, de facto facilitan la continuación de la deshumana acción bélica que Netanyahu lleva adelante y seguirá llevando si nadie le frena, porque así le conviene a él y porque el coste es muy limitado. La orden de cese inmediato de la ofensiva de Israel sobre Rafah emitida por el Tribunal Internacional de Justicia —así como la petición del fiscal Tribunal Penal Internacional de una orden de arresto para Netanyahu y el ministro de Defensa israelí así como para tres líderes de Hamás— es a la vez un recordatorio de la altura de un sistema internacional basado en reglas así como de sus límites de eficacia y de la bajeza de los poderes occidentales que, con limitadas excepciones, no se plantan ante todo esto. Biden había señalado como línea roja para Israel en una operación sustancial en Rafah. De momento, no ha reaccionado. Tal vez ocurra lo mismo que con la línea roja que —en circunstancias diferentes— señaló Obama a El Asad sobre el uso de armas químicas: nada.

En el segundo apartado, el migratorio, tenemos ahora, entre otros movimientos, a 15 países de la UE que reclaman a Bruselas que se avance en esquemas que buscan consolidar la Europa fortaleza, aquella que rebota a todo el mundo sin preguntar, y que se ocupen países terceros, sin muchos miramientos. El marco conceptual de la ultraderecha ha ganado, desde hace años ya.

Los occidentales no estamos a la altura de los grandes valores que profesamos pero, a menudo, no practicamos: democracia, Estado de derecho, una concepción universalista de los derechos humanos, un orden mundial basado en reglas y una idea que sobresale del marco jurídico, la de la dignidad humana.

Los atropellos enumerados en este artículo tienen padres de distinto signo político. Es una Casa Blanca demócrata la que sigue alimentando a Netanyahu. Fue un Downing Street laborista el que se embarcó en el horror de Irak. Es la Dinamarca socialdemócrata la que encabeza la petición de avanzar a escala UE en la senda del modelo Ruanda de Sunak o el modelo de Albania de Meloni. Sería un error encapsular responsabilidades en un único bando.

Pero hay que ser ciego o tener mala fe para no ver hasta qué punto el auge de la ultraderecha amenaza con hundir hasta niveles desconocidos este historial de bajezas de Occidente. Hechos incontrovertibles muestran la amenaza democrática que han supuesto los liderazgos de Orbán, Kaczyinski o Trump. Meloni, con la que ahora el Partido Popular Europeo se abre a pactar, es más sutil. No es lo mismo que Orbán, que habla abiertamente de democracia iliberal, o Trump, que alentó un asalto al Parlamento. Pero sus maniobras para colonizar el espacio mediático, construir un relato cultural hegemónico y presionar a intelectuales, opositores o periodistas desprenden un pésimo hedor.

Con distintos matices, la galaxia de ultraderecha comparte un denominador inquietante, que es el del nacionalismo y la política identitaria. Es peligroso porque detrás del nacionalismo subyace siempre una idea latente con el potencial de cuajar en horrores: que el interés nacional superior acabe justificando cruzar ciertas líneas frente a los demás. Justificando discriminaciones, excepciones. Nosotros y nuestros intereses, primero; los demás, y los valores, después. La altura reside en el universalismo de democracia, derechos humanos, orden mundial basado en reglas. La bajeza merodea en la relativización. De ahí brotan las plantas más tóxicas.

Los regímenes autoritarios del mundo predican abiertamente esa relativización, de la idea según la que derechos humanos y democracia deben interpretarse según las circunstancias de cada país. Ese es el planteamiento explícito de China y Rusia. Si alguno de sus sostenedores se ha regocijado con este catálogo de críticas a Occidente, tiene pocos motivos para ello: en aquellos países la dignidad humana es pisoteada hasta el punto extremo de impedir la libre expresión de las ideas, entre otras cosas.

Los ultraderechistas de las democracias no son comparables a aquellos y tienen diferencias entre ellos, pero tienden a coquetear, deambular cerca de esa relativización, sea con la democracia iliberal de Orbán, el poco velado supremacismo, el fastidio por la rigidez de un derecho que insiste en considerarnos a todos iguales. Esa vieja idea tan molesta para algunos.

Occidente debe esforzarse de mantenerse leal a sus valores. Primero porque es justo. Después, porque le conviene en la gran competición con las potencias autoritarias. Ciertas bajezas solo espolean desprecio y resentimiento.

Mantener la altura no es fácil. La han perdido dirigentes de todo color político. Pero poca duda cabe de que nacionalismo y políticas identitarias son una masa oscura con una fuerza de atracción hacia abajo mucho más grande que el universalismo. Es la composición de esa masa para la UE del próximo quinquenio, la que está en juego en las elecciones europeas cuya campaña acaba de abrirse, por la vía del voto ciudadano y de los pactos posteriores.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).
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