_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cuando el mar te tenga: una elegía anticipada

Pensé en que la generación de mis padres se va a morir y se me cayeron los lagrimones

El cantante Manolo García durante su concierto en el Palau Sant Jordi de Barcelona, el pasado 18 de mayo.
El cantante Manolo García durante su concierto en el Palau Sant Jordi de Barcelona, el pasado 18 de mayo.Kike Rincón
Ana Iris Simón

Que mi padre se iba a morir lo supe cuando nació mi hijo. No es que me hubiera pasado la vida creyéndolo inmortal, aunque algo de eso tiene la infancia, sino que nunca hasta entonces me había parado a pensar en su muerte. A Pasolini, que no tuvo hijos, le ocurrió cuando su madre sobrepasó los 50, que es la edad que tiene mi padre. “Tengo miedo de que muera. Todo mi amor se ha convertido en piedad”, escribió, sintetizando en lo que deviene la relación paternofilial cuando el niño se hace hombre.

Si los padres gozan de buena salud, uno apenas piensa en su muerte. A menos que le sobrevenga un ataque de realidad de esos que nos hacen salir por un momento del māyā. A mí me ocurrió cuando nació mi hijo y me volvió a pasar hace unas semanas, en un concierto de Manolo García. En el último al que habíamos ido juntos, 10 años atrás, mi padre me había dicho que aquello estaba lleno de cuarentones divorciados con sus hijos. En este estuvimos riéndonos de que los años no habían pasado en vano para sus quintos, de las operaciones de rodilla y de los que traían las entradas impresas “por si acaso”.

Y quizá fuera eso, o igual rememorar los viajes en el Lada con Aviones plateados sonando, probablemente las dos cosas. Pero allí, con miles de personas coreando la que para mi padre es la banda sonora de su vida y para mí la de mi infancia, se me cayeron los lagrimones pensando que se iba a morir. Que todos esos divorciados acompañados de sus hijos se iban a morir. Me sentí ridícula, porque si afligirse por la futura muerte de alguien que no tiene ningún problema de salud es absurdo, hacerlo por la muerte de toda una generación lo es aún más. Máxime cuando se trata de gente que cuando pasea un carrito uno no sabe si son padres añosos o abuelos, a la que le quedan casi los mismos años por delante que por atrás y cuya muerte, cuando ocurre, provoca que todos hagamos el mismo comentario: con lo joven que era.

Mi madre lo repite cuando muere un vecino o un amigo de la infancia del que jamás me había hablado pero cuya historia me cuenta porque le ha dado un ictus que lo ha dejado en el sitio o un cáncer se lo ha llevado en un mes, y fíjate, con lo bueno que era, y encima acababa de tener un nietecillo. Cuando me contó que pagaba los muertos, que es como se refería mi abuela al seguro, me impactó. Aunque dice que ella quiere un entierro como el de María Jiménez, con calesas y coro rociero, y me da que eso no lo cubren.

Hace unos años, mi abuelo mandó a mi hermano a la papelería a por una agenda telefónica porque casi todos los números que tenía apuntados en la vieja eran de muertos. Mis padres no usan agendas en papel, pero en las próximas décadas empezarán a vivir eso mismo. Que su generación se vaya, y con ella una forma de ver y narrar el mundo, unos valores, unas manías. Se llevarán la costumbre de comprar gafas de presbicia en la farmacia y de tener la tele siempre puesta. El carácter que imprime haber nacido en casas con letrina y haber mejorado sustancialmente y en poco tiempo las condiciones de su infancia. La candidez de pensar que sus hijos vivirían eso mismo y la amargura porque no fuera así. Con ellos se irán una inocencia y una alegría que no se traspasaron a los que vinieron después. Serán la primera generación que no tenga, por defecto y de manera generalizada, entierros católicos, así que sus hijos tendremos que inventarnos rituales de muerte. Y en muchos de ellos sonarán, estoy segura, Cuando el mar te tenga o Pájaros de barro.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Ana Iris Simón
Ana Iris Simón es de Campo de Criptana (Ciudad Real), comenzó su andadura como periodista primero en 'Telva' y luego en 'Vice España'. Ha colaborado en 'La Ventana' de la Cadena SER y ha trabajado para Playz de RTVE. Su primer libro es 'Feria' (Círculo de Tiza). En EL PAÍS firma artículos de opinión.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_