Cuando el mar te tenga: una elegía anticipada
Pensé en que la generación de mis padres se va a morir y se me cayeron los lagrimones
Que mi padre se iba a morir lo supe cuando nació mi hijo. No es que me hubiera pasado la vida creyéndolo inmortal, aunque algo de eso tiene la infancia, sino que nunca hasta entonces me había parado a pensar en su muerte. A Pasolini, que no tuvo hijos, le ocurrió cuando su madre sobrepasó los 50, que es la edad que tiene mi padre. “Tengo miedo de que muera. Todo mi amor se ha convertido en piedad”, escribió, sintetizando en lo que deviene la relación paternofilial cuando el niño se hace hombre.
Si los padres gozan de buena salud, uno apenas piensa en su muerte. A menos que le sobrevenga un ataque de realidad de esos que nos hacen salir por un momento del māyā. A mí me ocurrió cuando nació mi hijo y me volvió a pasar hace unas semanas, en un concierto de Manolo García. En el último al que habíamos ido juntos, 10 años atrás, mi padre me había dicho que aquello estaba lleno de cuarentones divorciados con sus hijos. En este estuvimos riéndonos de que los años no habían pasado en vano para sus quintos, de las operaciones de rodilla y de los que traían las entradas impresas “por si acaso”.
Y quizá fuera eso, o igual rememorar los viajes en el Lada con Aviones plateados sonando, probablemente las dos cosas. Pero allí, con miles de personas coreando la que para mi padre es la banda sonora de su vida y para mí la de mi infancia, se me cayeron los lagrimones pensando que se iba a morir. Que todos esos divorciados acompañados de sus hijos se iban a morir. Me sentí ridícula, porque si afligirse por la futura muerte de alguien que no tiene ningún problema de salud es absurdo, hacerlo por la muerte de toda una generación lo es aún más. Máxime cuando se trata de gente que cuando pasea un carrito uno no sabe si son padres añosos o abuelos, a la que le quedan casi los mismos años por delante que por atrás y cuya muerte, cuando ocurre, provoca que todos hagamos el mismo comentario: con lo joven que era.
Mi madre lo repite cuando muere un vecino o un amigo de la infancia del que jamás me había hablado pero cuya historia me cuenta porque le ha dado un ictus que lo ha dejado en el sitio o un cáncer se lo ha llevado en un mes, y fíjate, con lo bueno que era, y encima acababa de tener un nietecillo. Cuando me contó que pagaba los muertos, que es como se refería mi abuela al seguro, me impactó. Aunque dice que ella quiere un entierro como el de María Jiménez, con calesas y coro rociero, y me da que eso no lo cubren.
Hace unos años, mi abuelo mandó a mi hermano a la papelería a por una agenda telefónica porque casi todos los números que tenía apuntados en la vieja eran de muertos. Mis padres no usan agendas en papel, pero en las próximas décadas empezarán a vivir eso mismo. Que su generación se vaya, y con ella una forma de ver y narrar el mundo, unos valores, unas manías. Se llevarán la costumbre de comprar gafas de presbicia en la farmacia y de tener la tele siempre puesta. El carácter que imprime haber nacido en casas con letrina y haber mejorado sustancialmente y en poco tiempo las condiciones de su infancia. La candidez de pensar que sus hijos vivirían eso mismo y la amargura porque no fuera así. Con ellos se irán una inocencia y una alegría que no se traspasaron a los que vinieron después. Serán la primera generación que no tenga, por defecto y de manera generalizada, entierros católicos, así que sus hijos tendremos que inventarnos rituales de muerte. Y en muchos de ellos sonarán, estoy segura, Cuando el mar te tenga o Pájaros de barro.
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