Fuego, agua o veneno en la Biblioteca de Alejandría
Internet es frágil y a la desaparición de la memoria digital se añaden ahora otros peligros
Si se les escucha, los técnicos suelen decir que el mejor momento para crear una copia de seguridad es ahora, porque la catástrofe resulta inevitable y la única duda es cuándo sucederá. Eso es más o menos lo que hemos aprendido, aunque seguimos llevándonos disgustos si, en un ejemplo totalmente inventado para esta columna, no consigues recuperar una clave y desaparecen las fotos de esos dos años donde no eras muy feliz pero vivías al lado del mar con palmeras, atardeceres rosas y caimanes y pensabas que al menos te quedaría el recuerdo.
Confiamos en internet para almacenar nuestra memoria íntima, pero también hemos delegado en ella la experiencia colectiva, y la Red es frágil. Si gran parte de nuestra vida sucede en sus páginas, ¿cómo podemos conservarla? “Podemos perder parte de nuestra memoria como sociedad porque un formato de archivo quede obsoleto”, decía a EL PAÍS la profesora Nanna Bonde Thylstrup hace unos meses. Según un estudio publicado en enero por la herramienta Ahrefs, al menos el 66,5% de todos los enlaces creados en los últimos nueve años no llevan a ninguna parte. Internet Live Stats calculó en 2019 que existían 1.700 millones de sitios web, de los cuales el 99,9% no estaban activos.
Basta con no renovar un dominio o dejar de pagar los servidores y la maleza digital se abrirá paso entre las ruinas. No queda nada de The Hairpin, que fue una de las publicaciones más divertidas y mejor escritas de internet, y ahora es una granja de contenidos creados con IA. En nuestro país, la revista Playground perdió todo su archivo en una migración tecnológica. En ambos casos, desaparecieron los trabajos de juventud de algunos de los autores más prometedores del momento. Este febrero, Google dejó de almacenar una versión consultable en caché de las webs que rastrea. Archive.org hace un buen trabajo conservando algunas copias de lo publicado y la Biblioteca Nacional cuida un archivo de la web española, pero cuando la vida cotidiana de una civilización sucede en jardines vallados, estos esfuerzos no son suficientes. Ahora, a la desaparición se añaden otros peligros.
Los investigadores advierten del riesgo de envenenamiento de internet, una paradoja que dice que si la Red se satura de grandes volúmenes de contenido inane generado con IA, su calidad se reducirá y dejará de servir para alimentar a los modelos de lenguaje futuros. Este escenario empieza a ser real. Amazon ha limitado al muy humano número de tres la cantidad de libros que un usuario puede publicar al día.
“Da un poco de miedo comprobar cómo se van colando las imágenes generadas por IA en Google Imágenes. Buscando retratos del siglo XVI he detectado tres y entre los primeros resultados”, escribía hace unos días la historiadora del arte Alegra García. Su colega de profesión Montaña Hurtado le respondía explicando que ella había localizado obras de Remedios Varo cuyo fondo había sido ampliado con IA, lo que podía hacer pensar a la persona no experta que el cuadro original era un recorte derivado del artificial, y no al revés. Hay quienes para evitar este tipo de errores usan un filtro en Google que impide que se muestren contenidos posteriores a 2022, es decir, a la irrupción de ChatGPT.
Tiene gracia: siempre asumimos que nuestra gran construcción colectiva era cada vez más sabia y estuvimos más preocupados por borrar nuestro rastro en la Red que por conservarlo.
No hace falta elegir metáfora. Alejandría puede arder, inundarse y ser envenenada a la vez.
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