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Columna
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La creación del pasado

La genómica ha convertido buena parte de la biología en una disciplina que se puede practicar sin levantarse del teclado, aunque todavía se requiere un montón de trabajo experimental al viejo estilo

Una técnica de laboratorio examina una muestra de genoma.
Una técnica de laboratorio examina una muestra de genoma.Vithun Khamsong (Getty Images)
Javier Sampedro

Sydney Brenner, uno de los pioneros de la biología molecular, auguraba en los años noventa que la biología sería pronto una ciencia teórica, y que su objetivo sería reconstruir el pasado. Entre que Brenner era adicto a hacer frases brillantes y que aquellos eran los años en que el proyecto genoma entraba en su recta final, nadie se tomó en serio la predicción, que por otra parte ha resultado francamente exagerada, pero el caso es que el viejo investigador iba bastante encaminado. La genómica, en efecto, ha convertido buena parte de la biología en una disciplina que se puede practicar sin levantarse del teclado, aunque todavía se requiere un montón de trabajo experimental al viejo estilo. Y por muy mentira que parezca en estos tiempos en que nos arrolla el presente fugaz, reconstruir el pasado es un objetivo fundamental de las ciencias de la vida. En el pasado se encuentran agazapados nuestros orígenes como seres humanos, como mamíferos, como animales, como entidades multicelulares y todo el camino hacia atrás hasta las primeras bacterias y las primeras moléculas capaces de sacar copias de sí mismas. Si no nos remontamos hasta el big bang es solo porque eso pertenece a otro departamento.

Repasemos el calendario remoto tal y como lo conocemos hasta ahora. La Tierra tiene 4.500 millones de años (lo de llamar a eso 4,5 millardos de años no ha cuajado, así que tenemos que aguantarnos). Las evidencias fósiles de las bacterias más antiguas se remontan a casi 4.000 millones de años atrás, solo 500 millones de años después del que el planeta se formara. Eso fue bastante rápido, si tenemos en cuenta la magnitud del problema que supone convertir la materia inerte en nada menos que una bacteria. Pero ahí se acabó la rapidez, porque el siguiente paso esencial tuvo que esperar 1.500 millones de años más. Se trata del origen de nuestras células (células eucariotas, en la jerga). Este autómata biológico prodigioso, del que estamos hechos por entero todos los animales y las plantas, es una célula mucho más compleja que una bacteria (genoma confinado en un núcleo, mitocondrias y cloroplastos, andamiajes estructurales). Sabemos que la célula eucariota permite la formación de organismos multicelulares, puesto que nosotros somos uno de ellos, pero ese salto que parece tan obvio tardó en realidad otros 1.000 millones de años en ocurrir tras el origen de la célula eucariota. Tanta parsimonia no se acaba de entender muy bien.

Maoyan Zhu y Lanyun Miao, dos paleontólogos de la Academia China de Ciencias en Nanjing, arrojan ahora un torrente de luz sobre ese oscuro y esencial episodio del pasado remoto. Tras unos años fatigosos de recolectar rocas en la formación Chuanlinggou, norte de China, e idear una forma de disolverlas en agua sin hacer mucho el bestia, han descubierto 278 fósiles microscópicos de un alga (‘Qingshania magnifica’). Las algas son eucariotas como nosotros, pero esta en concreto también era multicelular. Formaba filamentos de unas 20 células cilíndricas con sus adhesiones estables y sus zonas especializadas en generar esporas.

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Lo más importante es que ‘Qingshania magnifica’ vivió hace 1.600 millones de años, y eso ya se acerca mucho más al origen estimado de la célula eucariota. El misterio se ha empezado a disipar.

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