Estaremos de nuevo en casa
Los resúmenes, las listas, los balances existen para atajar la nostalgia del final. Medir el año en libros, en películas, en buenos momentos no deja de ser un intento de fijar lo que se ha ido
Mis años terminan siempre en un mismo apartamento: un 5º 3ª, escalera C, desde cuya cocina se ve el mar. A las 17.30 de cualquier 26 de diciembre, alguien ha emplatado ya los turrones, y ese mismo alguien probablemente se habrá atrevido con una barra de turrón de donut o de churro arguyendo que “hay que innovar”. Pero antes de la irremediable frustración que supone constatar que el turrón de donut no sabe a donut, mi padrino se levanta raudo de la mesa y me hace un guiño para que lo siga hasta la cocina. Ahí, se detiene frente al ventanal. Apenas queda luz. El cielo es de una tonalidad anaranjada, cobriza, y las siluetas de los edificios de primera línea de mar se recortan sobre un mar quieto, tranquilo, de un azul grisáceo. Por unos instantes, ninguno de los dos habla y entonces, él saca una foto con su teléfono. Años atrás, él me subía a un taburete para que viera el mar. Ahora, pasa su brazo alrededor de mis hombros y murmura algo que ya se ha convertido en letanía: otro año que se va. Los años, como tantas otras cosas de la vida, terminan cuando alguien invoca su final.
Empezar es fácil. Un idioma, un año. A gatear, a hablar. Una relación. Una rutina. Un relato. El verbo estrenar no está contaminado aún por los usos de la costumbre y quizás por eso nos gusta tanto. Porque no está gastado. Pero los finales se nos atraviesan porque nadie nos dijo “esto termina aquí”, ni qué hay que hacer para desembarazarse —y olvidarse— de lugares, de personas, o de años. Así, cada tipología de final requiere de sus propias liturgias, que consisten, en este caso, el de la despedida de un año, en mirar hacia atrás para poder impulsarnos hacia ese otro que se acerca. Y esto me lleva a aquella anécdota del filósofo polaco Leszek Kolakowski que, para explicar ciertas dinámicas y comportamientos sociales, citaba a menudo el alarido con el que el conductor de un tranvía de Varsovia trataba de acomodar a sus pasajeros. Decía: “¡Avancen hacia atrás!”. Algo de esa exhortación resuena en la solemnidad con la que enfilamos el final de un año, en esas infinitas recapitulaciones, en las inverosímiles listas de propósitos y tendenciosos balances con los que nos zambullimos en la ilusión de empezar algo distinto, otro año en el que seguro, esta vez sí, seremos mejores.
Los resúmenes, las listas, los balances existen para atajar la nostalgia del final. En realidad, medir el año a peso, en libros, en películas, en buenos momentos, atreverse con algo así como los grandes hits de los 12 meses pasados, no deja de ser un intento de fijar lo que se ha ido. Para decir: viví, estuve, leí. Para archivar el año en una sinopsis de cuatro líneas. Por no hablar de esa seriedad con la que nos pasamos factura a nosotros mismos —en los balances, aunque no lo hagamos por escrito— como si, en definitiva, lo que nos ocurre, esas cuentas del Debe y el Haber solo dependieran de nosotros. Como si lo que más nos pesará no fuera justamente esa partida que no aparece en el balance ni en ninguna lista, que es la partida de lo que finalmente no terminó sucediendo.
Durante los veranos de su infancia, en su casa de Vyra, la madre de Vladímir Nabokov lo animaba a observar el paisaje con una fórmula mágica: le repetía: ”Vot zapomni” (ahora, recuerda). Aludía, creo, a los detalles. A quedarse con ellos. Porque siempre son los detalles y si en las listas de propósitos escribiéramos ”tirar por fin esa camiseta rota”, “no interrumpir a mi pareja cuando habla” o “no volver a comprar jamás ese puré de patatas precocinado” nos iría un poco mejor. Cuando dicen que la vida anida en los detalles, supongo que también se alude a eso: a que nuestras listas de propósitos no se atasquen en generalidades y puedan detenerse en lo pequeño, que es, en realidad, lo único que nos pertenece.
Todos los 31 de diciembre mi padrino me manda una foto que no necesito ver porque ya conozco. Me desea un feliz año y no me atrevo a responderle que su deseo me llega con un poco de retraso porque el año empezó el 26, con él y el mar de fondo. Porque los finales se invocan y casi todo termina mucho antes de terminar. Solo que, afortunadamente, no lo sabemos. Así que en esa cocina de un 5º 3ª no pienso ya más en propósitos, pero sí en el “ahora, recuerda” y en los últimos versos de un poema cuyo significado se me escapa una y otra vez aunque me lo sepa de memoria. Se llama Resurrección, de Vladímir Holan y termina así: “Estaremos de nuevo en casa”. Pero qué es la literatura —y la vida, con sus finales y en especial el del mes de diciembre— sino un acertijo cuya respuesta creemos conocer. Solo que no la conocemos. Feliz año.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.