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Tribuna
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Los monstruos sagrados no existen

La veneración que suscitaban grandes artistas como Gérard Depardieu les ha permitido no rendir cuentas nunca de sus conductas abusivas y sus admiradores hemos preferido a veces mirar hacia otro lado

Tribuna Coixet 29/12/23
QUINTATINTA
Isabel Coixet

En el verano de 2015 recibí la llamada de un productor francés de televisión: me preguntaba si quería participar en un programa para Canal Plus Francia, como parte de una serie en la que Gérard Depardieu comía en diversas ciudades europeas con una personalidad de la ciudad. Habían grabado ya en Viena, Roma, Londres y ahora era el turno de Barcelona. Al parecer, Depardieu había visto mis películas (ambos habíamos participado en el proyecto Paris je t’aime) y me proponía la filmación de una comida entre ambos en un lugar de mi elección, dije que sí inmediatamente. Depardieu significaba para mí Marguerite Duras, Barbara, Truffaut, Les valseuses, Vera Granger... un sinfín de referencias fascinantes que habían marcado mi vida.

Era junio, hacía calor. Llegué pronto al restaurante, saludé al equipo, las dos cámaras ya estaban preparadas, los técnicos de sonido me microfonaron, el actor estaba en el baño. El presentador del programa se me acercó hecho un manojo de nervios y me rogó que estuviera tranquila y que tuviera paciencia porque Gérard estaba cansado y no le gustaba el calor. Le dije que no se preocupara. Apareció en ese momento el actor quejándose efectivamente a grito pelado del calor. Lo primero que me dijo es por qué había escogido un lugar sin aire acondicionado. Lo segundo fue, mostrándome su flamante pasaporte ruso, preguntarme qué me parecía Putin. No esperó a que le respondiera y empezó a hablar maravillas de su colega Putin con interjecciones de “putain de chaleur espagnol”. Lo que siguió fue una de las comidas más desquiciadas que recuerdo en mi vida. Recuerdo un desfile continuo de botellas de vino blanco, recuerdo boquerones, jamón, recuerdo camareros trayendo platos de bombas de la Barceloneta y sonsos fritos, gritos, muchos gritos, obscenidades (tenía que comentar el físico de todas las mujeres que pasaban por el restaurante, cosa que yo penosamente intentaba pasar por alto, esta es la única cosa de la que me arrepiento), kleenex sudados por doquier, su camisa blanca empapada de sudor... Recuerdo al desesperado presentador intentando que habláramos de gastronomía y mis intentos no menos desesperados de hablar de los orígenes de aquel barrio y de aquel restaurante.

Yo intentaba aferrarme en mi cabeza a Duras, Barbara, Truffaut, etcétera, pero Depardieu solo quería hablar de los abusivos impuestos que se pagaban en Francia y de lo bien que le trataban en Rusia. Hubo un momento, cuando ya traían los postres, en que ya no pude más y unas palabras fatídicas salieron de mi boca: “A mí tu amigo Putin me parece un dictador y un asesino”. Allí ya se descarriló definitivamente la cosa y Depardieu me acusó de formar parte de la izquierda idiota que no entendía, que el ejemplo a seguir era tratar a los millonarios con guante blanco, como hacía su colega Vladímir. Yo solo maldecía el momento en que comer con Gérard Depardieu y grabar un programa de televisión me habían parecido buenas ideas. Luego me enteré de que en cada ciudad había pasado prácticamente lo mismo: aquellos programas afortunadamente nunca vieron la luz del día. Me fui del restaurante cuando empezó a beber orujo directamente de la botella: me daba pena ver a aquel inmenso actor comportarse como el ser patético y visiblemente alcoholizado con el que había comido. Pero que a alguien no le guste pagar impuestos en su país o que sea amigo de Putin o que beba tres botellas de vino seguidas como quien bebe agua con gas, no le convierte en un abusador ni en un criminal. Y, sin embargo, cuando aparecieron las primeras acusaciones contra él, no puedo decir que me sorprendiera. La persona que había tenido delante durante tres horas eternas era claramente alguien que creía que todo le estaba permitido, alguien acostumbrado a salirse con la suya siempre, en cualquier circunstancia. Alguien tan encastillado en su propio magnetismo y en su aura que parecía completamente ajeno a cualquier argumento exterior.

En los últimos cinco años, una serie de mujeres han acusado al actor de varios grados de abusos sexuales, desde tocamientos en pleno rodaje hasta la violación (en dos casos). La fiscalía francesa ha admitido dos de estas denuncias, y ahora una tercera por parte de una periodista española. Por otro lado, France 2 la semana pasada emitió un programa, Complément d’enquête, en el que se ve y se escucha al actor hacer toda clase de comentarios asquerosos, incluidos los peores sexualizando a una niña de 11 años. Las imágenes han sido pasadas por un control judicial para demostrar que no ha habido ninguna manipulación en su montaje. Lo que resulta particularmente penoso es que desde el mismísimo presidente Macron hasta una serie de actores, directores y escritores que son sus colegas defiendan en un manifiesto publicado por Le Figaro a Gérard Depardieu del “injusto y espantoso linchamiento” al que está siendo sometido, con el argumento de que es “un tesoro nacional francés, un monstruo sagrado y el mejor actor de la historia”, además de equiparar las acusaciones contra él a “un ataque al arte”. Por supuesto, ni una mención a las mujeres que se han atrevido a denunciarle, ni siquiera para otorgarles también el beneficio de la duda porque sus testimonios y el modus operandi del actor resultan sospechosamente familiares en todos los casos. Como si esa encarnación “del arte” le otorgara una inmunidad total para hacer lo que le diera la gana.

Nadie está poniendo en tela de juicio la calidad de Depardieu como actor o como patrimonio de la humanidad o como “gigante del cine”. Como nadie discute que Polanski es un director de talento o Plácido Domingo poseía una espléndida voz. Hablamos de cómo el estatus de monstruos sagrados y la veneración que suscitaban han permitido a tantos y tantos artistas no rendir cuentas nunca de sus conductas abusivas. En ningún lugar del mundo. Nosotros, los admiradores, hemos preferido en muchas ocasiones mirar para otro lado porque la idea de que alguien a quien venerábamos y respetábamos fuera un ser deleznable no nos cabía en la cabeza, no encajaba con lo que queríamos creer. Yo misma, ¿por qué no me levanté de esa mesa a la primera inconveniencia, al primer improperio, en vez de aguantar aquella cháchara insoportable? Porque en mi cabeza tenía fijada la escena del parking de La mujer de al lado, los diálogos con Duras en El camión, el dueto con Barbara en Lily passion.

No quería ver que el hombre que tenía delante era alguien capaz de ser un monstruo sagrado y comportarse sencillamente como un monstruo. Ahora, muchos de estos hombres dicen ser “víctimas de las víctimas”, lo que recuerda, en otra esfera, al concepto de “dictadura de las minorías”. Los que firman el manifiesto a favor de Depardieu afirman que el hombre al que conocen es incapaz de hacer las cosas de las que se lo acusa: esa es otra de las características de los depredadores. Depardieu nunca abusó de las consagradas actrices Carole Bouquet (con la que convivió durante años), de Nathalie Baye, de Carla Bruni o de Catherine Deneuve. Sus víctimas han sido siempre jóvenes actrices, aspirantes a escritoras, periodistas: mujeres vulnerables, sin aura, sin estatus, sin inmunidad, que difícilmente van a ser escuchadas o creídas. ¿Cómo van a ser creídas si hasta el mismo presidente de Francia las niega? Una de las primeras en acusarle fue Emmanuelle Debever, una actriz que debutó con él en la película Danton, en 1980, y que posteriormente abandonó el cine. El día después de la emisión del programa Complément d’enquête, se suicidó tirándose al Sena.

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