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Tribuna
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Para que yo escriba en Opinión

Ha pasado un largo tiempo antes de poder escribir sin traje ignífugo cerca de la inmensa hoguera donde arden la actualidad y los comentarios, con mi bagaje de contradicciones y de formación

Dos jóvenes leen el diario EL PAÍS.
Dos jóvenes leen el diario EL PAÍS.Julian Rojas
Lola Pons Rodríguez

Para que yo me forme una opinión, para que mi parecer se exprese en un texto, fue necesaria mucha escuela y un millar de hechos. Tuve que aprender qué era la prensa: me acostumbré al cotidiano deporte por el que un flemático repartidor barbudo en moto lanzaba, con la pericia de un Robin Hood urbano, un periódico envuelto en una goma desde la calle al balcón de casa; tuve que asumir que esa entrada olímpica del periódico mañanero era perfectamente compatible con su uso inmisericorde como base absorbente para la bolsa de la basura doce horas más tarde.

Para que un periódico llegara al balcón de un piso sevillano en los años 80, fue preciso que los diarios de avisos y las relaciones de sucesos del siglo XVII se convirtieran en prensa en el XVIII, que Cádiz se llenara de gacetas en los albores de la primera Constitución, que las revoluciones burguesas popularizasen la enseñanza pública y que en el siglo XX se extendieran los periódicos de masas como producto de consumo cotidiano. Fue preciso que muchos españoles pelearan por la libertad de prensa y que la voladura del Diario Madrid en 1973 representase en un símbolo brutal la ausencia de ese derecho. Fueron indispensables cientos de panfletos, clandestinos unos y oficialistas otros, que divulgaran el género de la opinión dentro de la prensa.

Para que yo me formase una opinión me hicieron falta EL PAÍS (y, bendito sea, El Pequeño País), y también Abc, Diario 16, El Mundo o Diario de Sevilla como periódicos alternantes, a veces simultaneados, en la lectura de mis padres. Necesité contrastar una noticia en fuentes distintas. Necesité mancharme de tinta las manos, leer noticias locales, esquelas, editoriales, columnas y entrevistas a gente con buena o mala prensa. Me acostumbré a guardar entre las páginas de mi novela favorita el recorte de una noticia que merecía ser salvada.

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Para que yo pudiera elaborar una opinión, tuve que sostener las ideas firmes y blindadas de la adolescente ufana que fui, luego matizadas, pulidas por el pasar de los años. Fueron necesarias muchas asignaturas que disfruté o sufrí como estudiante de Filología en la Universidad de Sevilla y centenares de tizas distintas en la mano cuando me tocó ser quien las impartiera. Tuve que pasar por las pizarras de muchas aulas y de muchas universidades, con alumnos hispanohablantes y no hispanohablantes. Me hizo falta viajar, toparme con círculos sociales distintos a los míos, descubrirme en otros husos y otros usos, ser la profesora invitada en algún lugar distinguido donde sentí cómo las opiniones me cambiaban porque entonces la extranjera era yo.

Discrepé de la opinión ajena y de la propia, firmé algún acuerdo de paz con mis principios. Me aproveché de que, siglo a siglo, la lengua española había acuñado un vocabulario para opinar. El sustantivo latino opinio tuvo que dejar de significar mera notoriedad (fama para los hombres y virtud para las mujeres) para empezar después de la Edad Media a significar dictamen y parecer propio. Necesité que los hablantes que me precedieron se lanzaran entonces a conjugar cada vez más el verbo opinar, poco empleado hasta el siglo XVIII. Fue preciso que la frase “yo opino que” se hiciera frecuente en los textos españoles desde el siglo XIX para que yo pudiera completarla a mi manera en el siglo XXI. También fue fundamental leer poesía y que mi naturaleza desquiciadamente obsesiva con las palabras hubiera de repetir como en una salmodia los versos que consiguen tranquilizarme, para años más tarde homenajearlos de forma directa o velada en mis propios textos en la prensa.

Para que yo pueda compartir una opinión, necesité romper la idealidad de quietud que late típicamente en todo profesor universitario y salir del armario de la opinión privada. Fue indispensable mi enfado ante la acostumbrada e impertinente burla hacia el acento andaluz, una mañana de agosto de 2017 en que mi forma de hablar se encontró con mi forma de escribir y publiqué mi primer artículo en esta sección. He necesitado contenerme para no buscar el favor del veredicto público en el titular más escandaloso; he tratado de eludir la prepotencia del columnista que sienta cátedra o se cree Júpiter de rayos divinos. Necesité que los miembros del equipo de Opinión de este diario creyeran en mis textos, y, por encima de todo esto, necesité lectores que les dieran razones para ello.

Yo no nací opinando, no nací opinada. He andado un largo espacio, ha pasado un largo tiempo. Opino y arrastro mi bagaje de contradicciones y de formación. Escribo sin traje ignífugo cerca de la inmensa hoguera donde arden la actualidad y los comentarios. Este de ahora es mi texto número 100 en esta sección, y es buen momento para darles a ustedes las gracias por regalarme su tiempo de lectura, para desearles un buen 2024 y para seguir aspirando a compartir mi opinión y mi escritura.

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Sobre la firma

Lola Pons Rodríguez
Filóloga e historiadora de la lengua; trabaja como catedrática en la Universidad de Sevilla. Dirige proyectos de investigación sobre paisaje lingüístico y sobre castellano antiguo; es autora de 'Una lengua muy muy larga', 'El árbol de la lengua' y 'El español es un mundo'. Colabora en La SER y Canal Sur Radio.

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