Dormir
El viudo reciente avisó a sus hijos de que pasaría la Nochebuena solo. Me prepararé una tortilla y me acostaré pronto, les dijo, no estoy para fiestas
El viudo reciente avisó a sus hijos de que pasaría la Nochebuena solo. Me prepararé una tortilla y me acostaré pronto, les dijo, no estoy para fiestas. Una vez liberado del compromiso familiar, a eso de las ocho de la tarde de la víspera de Navidad, vació el armario del dormitorio hasta dar en su fondo con una caja en la que halló un zapato rojo: el derecho de un par que su esposa utilizaba cuando salían, de más jóvenes, a bailar. Aunque viudo, como él mismo (¿qué habría sido del que correspondía al pie izquierdo?), le pareció que sus cuatro o cinco tiras de piel, sujetas a una suela delgadísima, se mostraban alegres y dispuestas a todo. El tacón apenas medía unos centímetros que el viudo acarició durante unos instantes con gesto pensativo. Luego se dirigió con el calzado a la cocina, puso agua a calentar e hirvió el zapato con un poco de sal y aceite y unas especias caducadas que encontró por aquí y por allá.
Se lo comió en la cocina, con un cuchillo de los de carne, que cortaba como una navaja de afeitar. Mientras masticaba con lentitud, saboreándolo como un manjar, se acordó, con una sonrisa, de La quimera del oro, aquella vieja película en la que el personaje de Charles Chaplin daba cuenta de una bota de piel cuyos cordones enrollaba en el tenedor como si fueran espaguetis. ¡Qué vida!, se dijo. Le sentó bien la cena, como si se hubiera comido el pie en vez del objeto que lo había contenido, aunque dejó parte del tacón a un lado porque se había quedado un poco crudo. Entre bocado y bocado, vació una botella de un vino extraordinario reservada para un aniversario de boda que no llegó a darse.
De postre, y como se trataba de una celebración única, se preparó unos biscotes untados con una crema facial, de noche, a la que su mujer había sido adicta. Durmió tan a gusto que no hubo forma de devolverlo a la vigilia.
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