Respeto a las urnas
Una mayoría ideológicamente transversal respaldará a Sánchez. PP y Vox no pueden ignorar esa realidad


Los acuerdos de investidura a los que ha llegado esta semana el PSOE con Junts, PNV y Coalición Canaria configuran un bloque que se traduce en la mayoría más transversal de apoyo a un Gobierno que España ha tenido en la historia de esta democracia. La carrera final de las negociaciones asegura a Pedro Sánchez el respaldo de 179 de los 350 diputados del Congreso, diputados que van desde el centroderecha periférico español pasando por el centroizquierda hasta la izquierda a secas. El PSOE debe explicar el proyecto de país que gestionará a partir de todos estos acuerdos tan dispares.
El pacto entre PSOE y Junts se ha producido tras una semana de tensas negociaciones y preocupaciones generalizadas sobre la ley de amnistía que se presentará ante el Parlamento, con críticas del Consejo General del Poder Judicial, pero también de todas las asociaciones de jueces —unánimes contra un punto concreto del acuerdo, la mención del lawfare— y de otras corporaciones del mundo económico, la Iglesia católica, o el aparato del Estado que incluyen a empresarios, obispos, abogados, inspectores de Hacienda, de Trabajo, e incluso, insólitamente, a la Guardia Civil. El acoso a las sedes del PSOE ha contado con la presencia de ciudadanos anónimos alentados por miembros de Vox y con la presencia de grupos neofascistas que han provocado altercados entre los manifestantes y la policía antidisturbios. Aunque en democracia solo cabe el respeto escrupuloso a toda reacción de protesta, son preocupantes algunas imágenes en las que se ve a los manifestantes —a veces con actitudes violentas— llamando a Sánchez “dictador”. Y lo son en parte porque reproducen una música muy parecida a las declaraciones de Isabel Díaz Ayuso al afirmar que con el pacto entre el PSOE y Junts habían “colado una dictadura por la puerta de atrás”, sin ninguna desautorización por parte de la dirección de Alberto Núñez Feijóo. En democracia los discursos políticos tienen consecuencias: pueden alentar y legitimar la polarización política y estados emocionales de fanatismo. Pero más problemática aún es la tentación de aprovechar la ola de protestas y disturbios para activar el lema de la ilegitimidad del futuro Gobierno, como hizo este pasado viernes la secretaria general del PP, Cuca Gamarra, asegurando que la investidura de Pedro Sánchez será “un fraude electoral”.
El mensaje que ha adoptado el PP tras las elecciones del 23-J introduce una perversión sobre las reglas de juego en una democracia parlamentaria, donde es perfectamente normal que un Ejecutivo en funciones sea capaz de articular una mayoría para gobernar. Usar expresiones como “acuerdo vergonzoso y humillante” o “traición a su historia y sus principios” supone adoptar deliberadamente una retórica que dibuja un escenario catastrofista y de excepcionalidad para poder presentarse como restauradores del orden constitucional aunque en realidad lo están erosionando. El PP no solo trata así de opacar la oportunidad política, social y económica que representa devolver a todas las fuerzas independentistas al perímetro constitucional —con los riesgos que conlleva toda apuesta apurada por la necesidad de unos votos— sino esconder una realidad más incómoda: Feijóo no logró reunir el apoyo que necesitaba para formar Gobierno con Vox, y eso dejó el camino libre para el PSOE y su capacidad para conseguir aliados. El resultado de las negociaciones deja al PP peligrosamente solo con la extrema derecha. No es una buena noticia para España. La nación que aseguran defender no puede ignorar a los españoles que representan los 179 sobre 350 diputados que darán la investidura a Pedro Sánchez.
En vez de ser la palanca de normalización democrática que se espera de un partido con vocación de gobierno, el PP ha optado por una barbarización retórica que presenta los pactos del PSOE como un punto de no retorno en nuestra democracia. Su narrativa rima con las declaraciones de un poder judicial con mandato caducado y con una mayoría de jueces conservadores que afirman que la ley de amnistía —que aún no conocen— podría conducir “a la degradación, si no a la abolición, del Estado de derecho en España”. Cuando la crítica y la libertad de expresión se mezclan desde cargos institucionales con relatos apocalípticos, se invalida la función que están llamados a ejercer como actores de una crítica racional a los acuerdos del candidato a la investidura. Forma parte de su responsabilidad que los debates de estos días transcurran con la normalidad democrática que merecen. Y que lo hagan con normalidad es lo que exige el respeto a la Constitución de 1978 bajo cuyo marco se celebran.
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