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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Nueva etapa en Cataluña

El pacto entre el PSOE y Junts devuelve a los independentistas al marco constitucional

Carles Puigdemont, tras anunciar el acuerdo con el PSOE para la investidura de Pedro Sánchez, este jueves en Bruselas.
Carles Puigdemont, tras anunciar el acuerdo con el PSOE para la investidura de Pedro Sánchez, este jueves en Bruselas.Delmi Alvarez
El País

A falta de cerrar el acuerdo con el PNV, Pedro Sánchez ha asegurado su mayoría de investidura, cuyo debate se celebrará la semana próxima. No ha sido fácil para el PSOE obtener los votos de los siete diputados de Junts, controlados por alguien tan personalista como Carles Puigdemont, el expresidente catalán y ahora eurodiputado huido a Bélgica. El pacto no se limita a garantizar los votos necesarios para la investidura, sino que pretende dar estabilidad a la legislatura, condicionado al cumplimiento de los compromisos adoptados.

Los dos documentos firmados por el PSOE con ERC y Junts no sirven solo para asegurar la continuidad del Gobierno de coalición, sino que constituyen sendos acuerdos para la convivencia con las fuerzas independentistas catalanas que protagonizaron la intentona secesionista de 2017. El suscrito con Esquerra supone una prolongación del diálogo que presidió la anterior legislatura y permitió apaciguar el clima político en Cataluña gracias a los indultos y el respeto a la legalidad. En cambio, el alcanzado por los socialistas con Junts —una formación empeñada en su particular subasta con Esquerra— consiste básicamente en la descripción de los desacuerdos entre ambas formaciones, pero con el compromiso de negociarlos dentro del marco legal vigente. Esa convivencia de los dos relatos permite a Junts subrayar una retórica que se compadece mal con la realidad del independentismo hoy.

El combate por el relato es la especialidad de Puigdemont, que, en una evidente concesión del PSOE, ha conseguido dejar su huella personal en dos sentidos. Por un lado, la identificación de Cataluña exclusivamente con su parte nacionalista. Por otro, una muy discutible narración histórica llena de tics esencialistas sobre las relaciones entre Cataluña y España y, sobre todo, su presentación del actual conflicto como una querella bilateral histórica necesitada de una mediación internacional. Es la mejor munición con la que podían contar el PP y Vox para reaccionar con un torrente de palabrería apocalíptica sobre el futuro de España e incluso de la democracia, de la que no está ausente la habitual estrategia de deslegitimación del Gobierno. Hablar de humillación, de atentados a la dignidad y de vulneración de la división de poderes y del Estado de derecho no es solo una mentirosa hipérbole, sino también un abuso irresponsable del lenguaje que polariza y degrada peligrosamente la vida política, llevándola incluso al acoso sostenido de los rivales políticos.

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La única realidad tangible es que Junts está regresando con enorme desconfianza a los cauces legales que nunca debió abandonar, siguiendo así la misma pista que ya marcó Esquerra, y que no sabe o no puede hacerlo sin ocultarlo ni acompañarlo de gran alharaca victimista y reivindicativa. En ninguno de los dos acuerdos se recoge compromiso alguno del PSOE que desborde la Constitución. En ambos se subraya que todo se hará atendiendo escrupulosamente al marco legal. El resto es, de nuevo, la enumeración de una discrepancia. Respecto al pasado reciente, Junts considera legítimo el referéndum ilegal del 1-O y la declaración de independencia, y el PSOE les niega toda legalidad y validez. Respecto al futuro, los independentistas reclaman un nuevo referéndum de autodeterminación —esta vez pactado— y la cesión del 100% de los impuestos, mientras los socialistas defienden el desarrollo del Estatut y apuestan por un diálogo “singular” sobre el modelo de financiación de Cataluña.

Sin embargo, la alarmante alusión al lawfare —el uso ilegítimo de la justicia para combatir a los rivales políticos que constituye una de las obsesiones de Puigdemont— está redactada con tal ambigüedad que da pie a interpretar que se podría dictaminar una prevaricación judicial desde el Congreso, algo inconcebible en un régimen de separación de poderes. En un comunicado posterior al acuerdo, el Partido Socialista tuvo que aclarar que este no prevé la creación de comisiones de investigación para detectar casos de supuesta judicialización de la política y que el Parlamento no revisará ninguna sentencia o resolución judicial.

No se conoce todavía el detalle del elemento decisivo del pacto —el texto de la ley de amnistía— ni la justificación de la medida, que se incluirá en el preámbulo, pero está claro que no colmará las aspiraciones más genuinas del independentismo porque no conduce a un referéndum unilateral, al que Junts y Esquerra han renunciado en los hechos. Buen ejemplo de ello es la votación de ambos, ayer mismo en el Parlamento de Cataluña, contra la propuesta de la CUP de impulsar ahora una consulta en ese sentido. Se demuestra así que el marco tácitamente aceptado por ambas formaciones es el de la Constitución española, invocada incluso en su artículo 92 por Junts a la hora de recoger su propósito de celebrar legalmente un referéndum, que solo podría ser consultivo y exigiría el acuerdo del Gobierno y la autorización del Congreso.

Estos pactos para la convivencia recién firmados contienen concesiones por ambas partes, por mucho que quienes vienen de la excitación del pasado pretendan disimularlo. Pero conviene que los acompañe la pedagogía política, no la exageración de la propaganda. Todo lo que se proponen puede tener sentido, sobre todo si se hace bien, se explica mejor y recibe luego la ratificación de los resultados. Se trata de habilitar de nuevo la política y el diálogo como únicas armas para la resolución de los conflictos. También de recuperar la senda de los grandes acuerdos autonómicos con los nacionalistas catalanes —es el caso de las Rodalies, las lenguas en el Congreso o la quita de parte de la deuda— que todos los presidentes han practicado y a los que luego se han acogido el resto de las autonomías. Es el camino plenamente constitucional y acorde con la mejor tradición pactista de la Transición el que se abre de nuevo, después de que, desgraciadamente, llevara clausurado más de una década.

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