El partido de vuelta
Saqué yo al niño que llevo dentro y lo sustituí durante 90 minutos por mi hijo
Hace unas semanas fui al fútbol. Me llevé a mi hijo por primera vez al Bernabéu, nos tocó el sol de frente toda la primera parte y nos pusimos unas gorras blancas ochenteras que parecía que estábamos allí viendo a la Quinta. De hecho, me dejé llevar por esa emoción primaria una vez visto que el niño, en cuanto sonó el himno de la Décima, preguntó cuándo acababa el partido: saqué yo al niño que llevo dentro y lo sustituí durante 90 minutos por mi hijo, mejor que yo en todo menos en madridismo.
Veo poco fútbol en directo, tres o cuatro partidos al año, y eso dependiendo de cómo se nos dé la primavera, así que detecto los cambios que se producen en las gradas a medida que corren los tiempos. Una de las imágenes más habituales sigue siendo la preparación de un balón parado. Pero la preparación de un balón parado en la grada, no en el campo. Se trata de un público conocido porque ante uno de esos balones parados (ya sea falta, córner o penalti) saca el móvil y se pone a grabar por si ocurre algo importante. A veces, desde luego, ocurre algo importante: entra un wasap de tu pareja diciendo que ha conocido a otra persona y, como el móvil está levantado, los seis del público que están detrás se enteran y el rumor empieza a correr por la tribuna hasta que los ultras del fondo sur se ponen a botar y cantar haciendo que tiemble la estructura del estadio.
Yo, sin ir más lejos, no sé en qué estaban pensando los que en el descuento de la final de la Champions de Lisboa se pusieron a grabar un córner del Real Madrid, si bien hay que reconocer que a veces toca el gordo y el vídeo se queda en la memoria para siempre. Claro que hay que intuirse el pulso firme y demostrarlo a la hora de la verdad. Nadie después del gol de Ramos consiguió mantener la sangre fría. Se ve la pelota por los aires y de golpe el móvil acaba entre decenas de manos y brazos, luego tirado por el suelo en medio de la celebración, más tarde alguien se lo lleva olvidando darle al stop y el espectador de YouTube a los pocos meses asiste a una vida paralela: quería ver un gol histórico y ha acabado presenciando el día a día de un señor de Lisboa con afición al robo.
En algo coincide la afición del estadio: prefiere intentar grabar lo que va a vivir que vivirlo. Es parte de la cultura actual, la esclavización del “yo estuve allí”. Por tanto, se desenfunda el móvil a falta de desenfundar la vida, o incluso al mismo tiempo. Por eso hace unos años llegó el selfi definitivo, el que se hizo un pasajero junto a un presunto terrorista que había secuestrado su avión. El selfi fue todo lo que se le ocurrió al hombre cuando se vio a punto de morir, y tampoco me parece mala idea, no al menos la peor de todas; un momento histórico en su vida sí que era, eso hay que reconocérselo.
Quizá lo hizo evocando lo que ocurría en muchos pueblos en el siglo pasado, al menos en el mío: se vestía y arreglaba al muerto para, durante el velatorio en casa, hacerse una foto junto a él. Para lo cual había que alzarlo un poco de la caja. Si la tradición hubiese sobrevivido, la única diferencia sería que al cadáver se le habría abierto una cuenta en Instagram, y ni cotiza que yo lo habría seguido esperando algún like suyo.
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