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Tribuna
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La náusea (respuesta a Fernando Savater sobre la pederastia)

A los niños y niñas que sufrieron abusos sexuales en el ámbito de la Iglesia se les robó la infancia y se les silenció. Negar la verdad en una columna periodística es una mentira

El defensor del pueblo, Ángel Gabilondo, el 27 de octubre, durante la rueda de prensa posterior a la entrega en el Congreso del informe sobre los abusos en la Iglesia.
El defensor del pueblo, Ángel Gabilondo, el 27 de octubre, durante la rueda de prensa posterior a la entrega en el Congreso del informe sobre los abusos en la Iglesia.Samuel Sánchez

Asco. Profundo. Hoy es un día especialmente nefasto para la lírica porque la música de la palabra ha sonado fea. Señor Savater, a usted me dirijo. Toca —quiero— responder a su columna de opinión, publicada en este mismo medio hace apenas unas horas. Y digo “opinión” porque soy respetuoso y porque, por primera vez, voy a hablar en nombre de todas las víctimas de abuso sexual en la infancia por miembros de la Iglesia católica española, esos —los miembros— que, según usted, cometieron apenas unos “magreos indebidos” que no le quitan el sueño y que a algunos nos dejaron algo de susto pero ningún trauma.

Asco, más profundo aún. Utilizar —¿“magrear”?— al medio millón de víctimas de abuso sexual clerical como arma arrojadiza para vertebrar su crítica a las maniobras de un partido político —”la izquierda”, dice usted— que pretende promulgar “una amnistía” no es sólo irrespetuoso sino perverso. Hemos sido niños y niñas abusados, violados, silenciados, revictimizados una y otra vez por esa siniestra cúpula de encubridores y delincuentes que se expresan como usted, que se burlan de su propia maldad como usted, que nos ridiculizan como usted, que nos acusan de oportunistas, de exagerados, de ser sospechosos de mentir, de inventar... como usted.

Asco. Espantosamente profundo. Dice usted que la gran mayoría de los casos pertenecen a un pasado remoto. Se equivoca. La infancia no es pasado remoto cuando has sido un niño violado. Ni siquiera es pasado del todo. El niño está ahí, camina a tu lado, como una voz pequeña que en cualquier momento te pide que la acunes porque tiene miedo, porque la vida lo aterra desde que a los ocho años un hombre —un docente religioso— dedicó un año de la vida de ambos a abusar sistemáticamente de él dos veces por semana —tres, si había fútbol los sábados— y le enseñó que la maldad anidaba en los hombres y que la confianza era error. Le contaré algo, señor Savater: yo morí a los ocho años, como muchos y muchas de nosotros. Vivimos con lo que podemos, con ninguna fe, intentando confiar en que ese pasado deje algún día de ser presente. A los ocho años un niño tiene que ser niño, ese es su derecho. El de nosotros, los adultos, es velar porque nada lo impida.

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Asco. Irremediablemente físico. “Los que fuimos feos de pequeños nunca pasamos por ahí”, dice usted. Es tan demoledor leer una frase construida así, con esa música y con todo lo que respira que debo tomar aire para volver a ella. Es la desubicación y la absoluta falta de empatía, y es también el discurso que todo lo ensucia porque todo lo banaliza. No, señor Savater, usted no se libró del abuso por ser feo. Se libró porque si había algún perverso en su entorno no detectó en usted la vulnerabilidad, la confianza, la inocencia, la orfandad emocional que sí vio en los que, a diferencia de usted, sufrimos el infierno en sus manos. Si se libró no fue por usted, sino porque él no adivinó en usted una diana fácil. Lo feo es el chiste, ese chascarrillo de café, copa, puro y amiguetes de sobremesa tardía. Feo es que un niño se convierta en un hombre que escribe de los que fueron niños con él como si la cuota de “elegidos” para el abuso hubiera tenido que ver con ellos, con su “no fealdad”, y no con el perverso que los destruyó. Decir “los que fuimos feos de pequeños nunca pasamos por ahí”, es desenterrar una vez más el manido “a una mujer la violan por ser como es, por vestir como viste, por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado”. O lo que es lo mismo, recurrir al “A las feas seguro que no les pasa” y reírse con sus amigotes en privado, porque en público ya no, aunque un poco sí, venga, ánimo, una frasecita aunque sea, que no se diga que he dejado de ser aquel niño feo del que lo único que se conserva es justamente eso, la fealdad.

Asco. Ya no tan profundo. Las víctimas no hacemos política. No nos acerque a esa hoguera porque no nos quema. Yo conocí el infierno, ardí allí siendo muy niño y no es mi deseo alimentar esos fuegos. Bastante tenemos con salvarnos de las brasas que los miembros de la Iglesia católica de este país dejaron prendidas bajo nuestros pies con su mala fe y su encubrimiento sistemático. No nos torture usted y no mezcle nuestro dolor con esa proclama contra la amnistía que no procede. Aquí, al lado de los 440.000 niños y niñas no. Nunca.

Quizá, y tómese esto como humilde sugerencia, podría usted acompañar a los cuarenta obispos españoles que el Papa ha convocado de urgencia en el Vaticano, puede que para pasar cuentas por recuerdos, delitos y encubrimientos varios. Me aventuro a suponer que le parecerá una buena idea pedir para ellos —para ellos sí— una amnistía por todo el daño causado. Acompáñelos, y recuérdeles, de paso, que negar la verdad es también mentira, que mentir es faltar al octavo mandamiento y que los miles de niños que nos quedamos sin infancia ya hemos aprendido a defendernos. Y a hablar.


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