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EDITORIAL
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El drama de llegar a Europa

Las políticas de la Unión deben cambiar de foco para dar respuesta a quienes se juegan la vida por un futuro mejor

Sahara
Un migrante cae al suelo por cansancio y deshidratación en el desierto entre Libia y Túnez, el pasado julio.MAHMUD TURKIA (AFP)
El País

La presión migratoria sobre las fronteras de la Unión Europea continúa en auge y en países como en Italia no se experimentaba tal volumen de desembarcos desde 2017. En los siete primeros meses del año, Frontex, la agencia europea de fronteras, ha registrado cerca de 176.000 entradas irregulares en las fronteras europeas, un 13% más que en el mismo periodo del año pasado. No se prevé una contención, más bien al contrario, como se ha visto este verano. La coyuntura en muchos de los países de origen de los inmigrantes y refugiados (Sudán, Níger, Senegal, Malí…) empeora, un augurio de que los flujos en busca de lugares seguros se multiplicarán.

Los números son el termómetro con el que la UE diseña y justifica sus políticas migratorias, pero no reflejan la compleja realidad de un fenómeno que sigue sin tratarse desde la raíz. El Pacto Migratorio europeo, que España aspira a cerrar este semestre durante su presidencia del Consejo, es una herramienta que servirá para establecer las normas de acogida, solidaridad y control de sus fronteras, pero una vez que los inmigrantes económicos y los refugiados ya han pisado el continente. No ofrece soluciones para quienes no tienen más alternativa que jugarse la vida en mares y desiertos con tal de llegar a Europa.

Más de 70 años después de que el mundo estableciese un marco legal para los refugiados con la Convención de Ginebra, la UE normaliza que miles de personas que buscan refugio sean torturados en centros de detención en Libia, expulsados sin agua y sin comida por las autoridades tunecinas o usados como arma política por Turquía o Marruecos. Países, todos ellos, financiados con fondos europeos, para que controlen la inmigración irregular.

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En los últimos años, se ha visto cómo los debates sobre inmigración se han polarizado y cómo los países han radicalizado sus políticas para conquistar la quimera de blindar sus costas y sus fronteras terrestres. Los resultados son cuestionables, por su coste, por su eficiencia y por el sufrimiento que provocan. La gente sigue huyendo y seguirá llegando, aunque sea por rutas cada vez más peligrosas.

La UE se gasta millones de euros en fortificar territorios, mientras que las personas que huyen de sus países, en busca de seguridad u oportunidades, no solo consiguen llegar, abonando el multimillonario negocio de las mafias, sino que acaban trabajando de manera clandestina en sectores en los que la UE los necesita. En el intento siguen muriendo miles de personas sin que eso tambalee los pilares de un sistema que fracasará mientras no se aborde la cuestión desde el origen. Y abordar el origen no solo significa levantar proyectos de cooperación de miles de millones de euros cuya eficiencia también se cuestiona, sino revisar, por ejemplo, nuestras relaciones con el continente africano, desde las políticas agrícolas a los acuerdos de pesca, que dejan en desventaja a los productores locales, los mismos que acaban subiéndose a una patera buscando un horizonte más próspero.

En un contexto en el que el populismo pretende arramplar con los valores esenciales de la UE ofreciendo recetas simplistas a grandes desafíos, el continente necesita un debate político mucho más elevado. Un debate que aborde la movilidad humana como una cuestión que beneficie tanto a los que emigran como a los países que los reciben. Un debate que, además, saque a la población de la indiferencia ante el riesgo y el calvario al que se somete a cientos de miles de personas que acaban siendo nuestros vecinos.

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