¿Para qué sirven los héroes de la patria?
En el Perú de hoy, el vecino que te saluda todas las mañanas puede ser el mismo que más tarde te acusará con la Policía porque compartiste una bandera blanquinegra en tu balcón o un Francisco Bolognesi antirrepresión en tu cuenta de Instagram
Cerca del Morro de Arica, de cuya altura se dice que el coronel Alfonso Ugarte se lanzó al vacío para proteger una bandera peruana durante la guerra con Chile, hoy reposan varias banderas. Entre ellas una bandera rojiblanca.
El Perú perdió una parte de su territorio en aquella guerra de fines del siglo XIX, incluida la provincia de Arica, pero a cambio ganó una constelación de héroes como Alfonso Ugarte, célebres por escenificar el honor en medio de la derrota. El día en que conocí el Morro, los colores rojo y blanco de aquella bandera proyectaban emoción a la distancia, y a primera vista creí que se trataba de una bandera nacional peruana perdida en tierras chilenas. Al acercarme, sin embargo, descubrí que en realidad se trataba de una bandera con el logo de Coca Cola.
El pavor al “comunismo” parece haber desplazado al antichilenismo en el Perú de estos días. Si alguien decidiera lanzarse del Morro con la intención de defender una bandera, pensé, ¿no tendría más sentido que esa bandera fuera una bandera de Coca Cola?
La sala cine de mi imaginación proyectó enseguida esta imagen: un Alfonso Ugarte millenial corre por las alturas protegiendo el símbolo de Coca Cola de las garras enemigas. Pero, como el paisaje mismo ha evolucionado, este personaje ya no persigue la eternidad en el Morro de Arica sino en el Mall de Arica, en una escenificación para los clientes del centro comercial. De manera que el Alfonso Ugarte millenial de mi imaginación sobrevive al salto gracias a una red para trapecistas. Luego de reponerse de la caída, regresa al mismo edificio para volver a lanzarse, una y otra vez, en una repetición infatigable, mientras los turistas le toman fotos.
La imagen solo existió brevemente en mi cabeza, producto de mi imaginación y de los estímulos del paisaje. Si yo fuera novelista, quizá me habría detenido a tomar apuntes para trazar el argumento de mi próximo libro inmortal. Pero como apenas soy un mortal periodista, sole registré unas preguntas. ¿Qué puede significar que un héroe de la patria como Alfonso Ugarte reencarne en un trabajador de centro comercial? ¿Qué interpretación tendrían mis compatriotas en el hipotético caso de que yo compartiera esta ensoñación?
Era fines de julio, días de Fiestas Patrias en el Perú, y muchas personas sin ánimos de celebrar nada salían a las calles para protestar contra el Gobierno de Dina Boluarte. En los alrededores del clásico desfile militar que las autoridades montan en Lima, las banderas nacionales convivían con mensajes de rechazo a la presidenta y banderas blanquinegras que señalaban el luto causado por el medio centenar de asesinados durante las manifestaciones contra su régimen. La toxicidad del momento era literal. El aire en las afueras del desfile estaba cargado de gas lacrimógeno y por un denso clima de vigilancia política. El Poder Judicial repetía en sus redes sociales que ultrajar los símbolos patrios es un delito que en el Perú se paga con la cárcel. El anuncio carecía de sutilezas. En un régimen impopular y autoritario, cualquier mensaje en contra puede ser considerado un ultraje, cualquier persona con una bandera de luto puede ser considerada enemiga, Alfonso Ugarte saltando del Mall puede ser tomado como sacrilegio.
Por esos días, la revista de sátira política Toma Mientras había publicado una imagen del coronel Francisco Bolognesi, otro héroe de la guerra con Chile, en su clásico gesto de disparar contra el enemigo desde el suelo. Pero esta vez el enemigo ya no era el ejército chileno sino un policía lanzando gases lacrimógenos contra otros peruanos. Compartí el montaje en mis redes y, aunque varias personas lo comentaron con humor, muchas otras me insultaron y etiquetaron en sus mensajes a la Policía y a la Fiscalía. Citaban el texto legal que antes había compartido el Poder Judicial, y les exigían a las autoridades actuar de inmediato: “Encarcelen a este comunista”, “Acá alguien que ultraja nuestros símbolos”. “Métanlo a la cárcel”. No eran solo trolls sino también gente de carne y hueso, entre colegas y hasta conocidos, poseídos por un fanatismo propio de una teocracia bicolor. En el Perú de hoy, el vecino que te saluda todas las mañanas puede ser el mismo que más tarde te acusará con la Policía porque compartiste una bandera blanquinegra en tu balcón o un Francisco Bolognesi anti-represión en tu cuenta de Instagram.
El Perú ha entrado en la órbita de las democracias en descomposición, advierten los expertos. Una cooperativa antiderechos y multipartidaria ha invadido todos los poderes del Estado con el ánimo de permanecer allí por mucho tiempo, más allá de las próximas elecciones, y trabajan arduamente para domesticar el lenguaje de la protesta. La universidad pública Diego Quispe Tito separó al profesor y caricaturista César Aguilar por haber creado una escultura satírica de Boluarte, La descarada, muy popular en las manifestaciones. El régimen custodia la comunicación política de manera inquisitorial. Cada vez que la presidenta visita un barrio o comunidad, sus agentes se encargan previamente de limpiar el terreno expulsando a los manifestantes o arrebatándoles sus banderas y carteles, como si la realidad fuese una escenografía que se puede decorar y redecorar para el brillo de una sola persona.
Durante las últimas jornadas de protesta, en julio, el Gobierno montó una gran escenografía de control propia de distopías militaristas como los Juegos del hambre. Donde antes había carteles que daban la bienvenida a Lima, ahora brotaban los retenes policiales. Allí se examinaba a los pasajeros que viajaban desde las provincias del sur como si estuvieran a punto de ingresar a otro país, una especie de Perú del Norte. Era un mensaje disuasivo y simbólico de los tiempos que corren. Nos apoyamos en imágenes, nos expresamos con metáforas, recurrimos a los símbolos porque nos ayudan a decir cosas complejas de manera sencilla. Si el Bolognesi antirepresión representa a la ciudadanía peleando, el levantamiento de fronteras migratorias en Lima mostraba a un Gobierno acorralado moralmente pero violento.
En el centro de la capital, escenario tradicional de las protestas, batallones de policías realizaban insólitas coreografías de guerra mientras los generales explicaban en televisión que se preparaban para enfrentar manifestaciones terroristas. Los agentes recorrían las calles no para perseguir ladrones sino opositores políticos: te intervenían si llevabas pancartas o camisetas con mensajes “políticos” y cuando circulabas volantes con información sobre las marchas. Algunos policías obligaron a la gente a vaciar sus mochilas sobre las veredas, en una inspección no solo dudosa desde el punto de vista legal sino sanitario. El ultraje y la humillación –que en sociedades democráticas generaría condenas públicas– en el Perú son el lenguaje rutinario del poder, y no hay manera de que políticos, líderes de opinión y empresarios salgan de sus esquinas para ponerse de acuerdo en lo más básico: las autoridades que matan, castigan y persiguen a la ciudadanía no merecen seguir siendo autoridades.
La imagen de Alfonso Ugarte, y su gesto de lanzarse al vacío en una batalla perdida, ayuda a expresar el pesimismo que muchos sienten en el Perú de estos días, cuando las autoridades reverencian teatralmente los símbolos religiosos y nacionales mientras, en paralelo, ultrajan física y moralmente a las personas. En otra época, los virreyes ejecutaban a sus enemigos en las plazas y los restos eran exhibidos durante días para desalentar la disidencia. Ahora, docenas de videos que deberían funcionar como pruebas incriminatorias de las ejecuciones extrajudiciales circulan creando un clima viral de miedo e impunidad, como una lección de la fragilidad ciudadana frente a una gobernante que las caricaturas representan bañada en sangre.
En la escuela no aprendí sobre Alfonso Ugarte mucho más que su heroísmo para salvar la bandera en una guerra lejana. El significado de aquel suicidio parecía incomprensible, pero los profesores y los libros se empeñaban en plantearlo como un ejemplo de amor al país. Las lecciones no cedían espacio para la duda ni para la deserción puramente imaginativa. Los héroes nos enseñaban a amar a la patria de manera religiosa pero también a odiar bobamente a los chilenos hasta el fin de los tiempos.
Algunos testimonios de aquella guerra indican que Alfonso Ugarte en realidad murió en un lugar distinto. Otros dicen que no se lanzó al vacío sino que se desbarrancó mientras intentaba ponerse a salvo en una batalla ya perdida. Esta versión mucho más humana me representa; pero ha sido opacada por la evidente rentabilidad nacionalista del suicidio patriótico. Ugarte fue un empresario joven y muy rico. Fue a la guerra invirtiendo en ella su propia fortuna para defender intereses más complejos que el mero amor a un país derrotado por su propia corrupción. El Alfonso Ugarte que imaginé al visitar Arica, ese joven empleado del mall que se lanza al vacío una y otra vez para el entretenimiento de los turistas, estaba atrapado en una repetición infinita, como un hámster en una rueda. Y en esa prisión no era tan diferente del acartonado héroe del evangelio nacional que cada año, en cada escuela, en cada curso de historia, en cada ceremonia oficial vuelve a lanzarse del Morro de Arica con la bandera, sin que a nadie le importe lo que el militar de carne y hueso realmente hizo, pensó o amó. Símbolos y héroes son el lenguaje que los estados usan para formar a su propia ciudadanía; es decir, para cultivar en ella valores e ideales, pero también dogmas y formas tóxicas de ser peruano.
Viviendo en libertad, nadie debería sentir miedo de cuestionar esos símbolos. Tampoco deberían amenazarnos con la cárcel si los usamos para expresar ideas, críticas o sentimientos. Pero si lo hacen, como ocurre en el Perú, es porque precisamente ya no vivimos en democracia. Alfonso Ugarte se detiene en el borde del Morro, voltea a mirar y descubre a Boluarte, a sus ministros y a su policía gritándole terrorista. Apuesto a que ya no salta.
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