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La reactivación del 78

La lectura defensiva de la Constitución para enfrentarse a los soberanismos y blindar un bloque de poder está impidiendo avanzar en la institucionalización del Estado

Ejemplar de la Constitución Española de 1978.
Ejemplar de la Constitución Española de 1978.
Jordi Amat

Tras el asesinato de Francisco Tomás y Valiente, empezó el principal combate de los intelectuales desde el fin de la Transición: la lucha contra ETA. Esa lucha heroica, que tuvo sus víctimas y sus represaliados, se desarrolló en dos frentes. Uno fue la denuncia de la barbarie terrorista y sus cómplices. El otro frente fue la deslegitimación del nacionalismo y la mitología que lo sustenta. En buena medida esta labor ideológica acabó confluyendo con una iniciativa impulsada por el Partido Popular cuando gobernaba con mayoría absoluta. Durante el último trimestre de 2001, Josep Piqué y María San Gil pilotaron la ponencia para el congreso del PP que tenía como propósito la adecuación partidista del sintagma “patriotismo constitucional”. Su redefinición poco tendría que ver con la idea habermasiana original. Pero el aznarismo sí consiguió su objetivo al instrumentalizarlo. Durante esos años, en ese contexto violento, se configuró la hegemonía que ha estrechado los límites del modelo territorial que postula la Constitución, ha establecido quiénes son los demócratas auténticos y ha patrimonializado el 78. Aquí estamos. Bloqueados.

El pasado sábado, Samuel Moyn publicó una tribuna en The New York Times sintetizando su ensayo Liberalism Against Itself. Durante la Guerra Fría, intelectuales redefinieron el liberalismo para que actuase como arma defensiva frente al enemigo. Habría dejado de ser una doctrina que prometía la superación de la opresión y se reconfiguró como salvaguarda de la libertad individual frente al Estado concebido como amenaza. Ese credo no fue repensado tras 1989, al contrario, se aceleró la mutación que desembocó en la globalización neoliberal que ha puesto en crisis la democracia. Sostiene Moyn que mientras la hegemonía de ese “liberalismo del miedo” no sea cuestionada, el liberalismo no podrá salvarse a sí mismo. En España diría que se ha vivido un proceso paralelo desde la conquista de la hegemonía de nuestro “patriotismo constitucional”. No ha importado que ETA o el procés fuesen derrotados. La lectura defensiva de la Constitución para enfrentarse a los soberanismos y blindar un bloque de poder está impidiendo avanzar en la institucionalización del Estado compuesto que, para bien y para mal, es nuestro país, y así se encorseta la gobernabilidad.

“Es cierto que la Constitución de 1978 intentó abrir un camino”, afirmaba en pasado el lehendakari Urkullu en su tribuna del jueves. Resumía cómo se había ido estrechando. El camino que el nacionalismo vasco querría seguir recorriendo, como siempre, es confederal: el avance de las nacionalidades históricas por la senda bilateral utilizando la vía de la “actualización de los derechos históricos”. En 2003, cuando la visión de la nación española del aznarismo se hizo estructural, Pasqual Maragall también giró la cabeza para contemplar el momento fundacional: “El magnífico paisaje pintado por la Constitución, una España plural”. Pero ese paisaje, afirmaba el político socialista, “se iba como destiñendo”. Su propuesta para colorear de nuevo el 78 fue una reforma estatutaria que se le escapó de las manos y chocó con el Tribunal Constitucional cuya composición alteró el PP.

Durante ese período, el Gobierno central ensayó fórmulas de articulación del Estado compuesto que no tenían que ver con la cesión de competencias. Desde el Consejo de las Lenguas Oficiales de la Administración General del Estado hasta la Conferencia de Presidentes, pasando por la descentralización de órganos estatales. Era una propuesta de reactivación del 78 a través del reconocimiento y la cesión de poder cuya implementación podía renovar lealtad. Aquel desarrollo federal entró en vía muerta, pero ahora podría ser tiempo de retomarlo para desbloquear la gobernabilidad. En el Congreso podría importarse el sistema lingüístico que ya se aplica en el Senado, operativo y barato, como acaba de exponer Albert Branchadell, y en el multilateral Consejo de Política Fiscal debe aprobarse de una puñetera vez un nuevo modelo de financiación. Se trata de poder discutir sobre lo común desde la perspectiva territorial. Nada que no hubiese sido planificado. El problema es que el Senado no cumple con la función que le mandata la Constitución en el primer punto del artículo 69. No hay que hacer muchos experimentos, pero hay que impugnar una hegemonía.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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