Debates electorales televisivos: ¿voluntad política o imposición legal?
El 23-J ha vuelto a poner sobre la mesa la necesidad de atribuir carácter obligatorio a los cara a cara en las televisiones públicas
Mucho ha llovido desde que, en 1960, se celebró en Estados Unidos el primer debate electoral televisado, entre los candidatos Richard Nixon y John F. Kennedy, pero lo cierto es que dicho debate marcó un hito en la historia de la comunicación política que proyecta sus efectos hasta nuestros días. Desde entonces, los encuentros televisivos entre candidatos han ido ganando terreno en las democracias occidentales y, con las diferencias y matices propios de cada país, se perfilan como un momento especialmente destacado en el desarrollo de las campañas electorales. La proliferación de redes sociales y otras vías de comunicación digitales han generado profundos cambios en la configuración y transmisión de los mensajes políticos. Ahí están los tuits (ahora, los xs) que los políticos utilizan constantemente como cauce cotidiano de relación con la ciudadanía. Pero, aun así, los elevados índices de audiencia que cosechan los debates televisivos ponen de manifiesto el interés que suscitan entre el electorado: brindan la ocasión de visualizar directamente y sin intermediarios no solo la capacidad comunicativa de los candidatos participantes, sino también su dominio de los temas planteados y la aptitud para defender los respectivos programas electorales frente a sus oponentes. Desde esta perspectiva, es posible afirmar que la celebración de estos encuentros contribuye activamente a mejorar la calidad de los procesos electorales en su conjunto, al ofrecer a los votantes una información de primera mano sobre los principales protagonistas de las ofertas políticas en liza.
Señalada la dimensión cualitativamente positiva de los debates en cuestión, en España contamos con una tradición que, aunque con altibajos, está relativamente asentada, aunque no exenta de discusión. Recuerden que el primer debate electoral se produjo en 1993, entre Felipe González y José María Aznar, y que habrá que esperar hasta 2008 para que se volviera a celebrar otro, esta vez entre Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero. Desde entonces, estos debates han tenido lugar en las campañas posteriores, en distintos formatos y tanto en las televisiones públicas como en las privadas.
Desde una perspectiva normativa, sin embargo, la ley electoral estatal (la LOREG) no aborda esta cuestión. Únicamente, tras su reforma en 2011, incluye una sola referencia a los debates, mencionándolos junto a las entrevistas electorales y la información relativa a las campañas en un artículo destinado exclusivamente a las televisiones privadas, a las que se exige respeto de los principios de neutralidad informativa y de proporcionalidad. Asimismo, la LOREG confiere un papel central a las Juntas Electorales, habilitándolas para emitir instrucciones vinculantes en este ámbito. Fue precisamente una instrucción aprobada por la Junta Electoral Central (la 4/2011) la que vino a colmar el silencio legislativo sobre las televisiones públicas, incluyéndolas expresamente entre los destinatarios de los requisitos a cumplir para la organización de debates. Así, para el caso de que estos tengan lugar (siguen siendo una opción y en ningún caso una obligación jurídica) se reitera el deber de que las televisiones, sean privadas o públicas, respeten los principios de pluralismo político, neutralidad informativa, igualdad y proporcionalidad. Es también esta instrucción la que establece que, en el caso de celebrarse un debate a dos (un cara a cara), tomando en consideración los dos mejores resultados obtenidos por las fuerzas políticas que concurrieron en las últimas elecciones equivalentes, se hayan de organizar, asimismo, otros debates en los que participen todas las formaciones con grupo parlamentario. Como alternativa, se permite proporcionar información compensatoria suficiente a las demás candidaturas con representación parlamentaria.
Teniendo en cuenta este soporte regulador, las elecciones generales del 23-J han vuelto a poner sobre la mesa la necesidad de atribuir carácter obligatorio a los debates en las televisiones públicas, como sucede en algunas comunidades autónomas (Andalucía y País Vasco, entre otras). Este tema ya suscitó controversia cuando en los prolegómenos de la campaña el PSOE propuso la celebración nada menos que de seis debates y alcanzó su punto álgido a raíz de la negativa de Alberto Núñez Feijóo a participar en el encuentro a cuatro organizado por RTVE, junto a Pedro Sánchez, Santiago Abascal y Yolanda Díaz. Aunque este peculiar contexto pueda sugerir la necesidad de modificar la actual normativa, lo que implicaría una reforma de la LOREG, es preciso tener en cuenta que, a nivel comparado, establecer por ley la obligatoriedad de los debates electorales (como sucede en México o Argentina) sería una excepción. La regla general, por el contrario, es que la normativa se refiera a requisitos para su celebración. Esta, en cambio, no se discute, considerándose un derecho que asiste al electorado y, por lo tanto, una obligación de las fuerzas políticas a la que estas no se sustraen, ya sea en aras de una mayor calidad democrática del proceso, ya sea por evitar la penalización que ante la ciudadanía trae consigo la negativa a participar. Sin negar las ventajas de imponer por ley la celebración de debates, puesto que cerraría la puerta a esa recurrente incertidumbre que nos acompaña en cada campaña previa a las elecciones generales, no puede ocultarse la desazón que a estas alturas produce la inexistencia de un grado suficiente de madurez en nuestra cultura política sobre un tema dotado de tan singular relevancia. Y es que también en este ámbito, España sigue siendo diferente.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.