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Tribuna
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¿Hay que prenderle fuego a “la puta bandera”?

Resulta inexplicable que nuestros tribunales hayan obviado la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre libertad de expresión, lo que ha provocado una condena a España

Un encapuchado quema una bandera española en la plaza de Sant Jaume de Barcelona.
Un encapuchado quema una bandera española en la plaza de Sant Jaume de Barcelona.Andreu Dalmau (EFE)
Ana Carmona Contreras

“Hay que prenderle fuego a la puta bandera” y “aquí tenéis el silencio de la puta bandera” fueron las palabras de un representante sindical en una concentración de protesta por el impago de los salarios adeudados a los trabajadores de la empresa de limpieza del Arsenal de Ferrol, justo cuando la bandera estaba siendo izada. La justicia española condenó a su autor al pago de una multa, considerándolo culpable de un delito de ultraje a la bandera. Posteriormente, el condenado recurrió al Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), denunciando a España por la violación de su libertad de expresión. Ahora, el TEDH ha dictado sentencia (Asunto Fragoso) avalando la pretensión del demandante, lo que no causa extrañeza, teniendo en cuenta su jurisprudencia en la materia.

Para el TEDH, la libertad de expresión es un derecho individual, sí, pero también uno de los fundamentos de toda sociedad democrática. Preservarla contribuye decididamente al pluralismo, la tolerancia y a la formación de una opinión pública libre. De ahí su posición preferente en los Estados democráticos. El tribunal, asimismo, enfatiza su dimensión contramayoritaria, incluyendo las ideas favorablemente recibidas, inofensivas e indiferentes, pero también las que ofenden, chocan o molestan al Estado o algún sector de la población. Lo cual, ciertamente, no significa que carezca de límites. Ningún derecho es absoluto y la libertad de expresión tampoco, permitiéndose “ciertas formalidades, condiciones, restricciones o sanciones previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática”. Entre tales medidas se incluyen tanto la garantía de principios esenciales de los ordenamientos como la tutela de la reputación individual. Ahora bien, dichos límites deben interpretarse restrictivamente y contar con la pertinente justificación en cada caso. Consecuentemente, el marco sancionador estatal respetará el principio de intervención mínima (castigar únicamente en supuestos justificados) y la proporcionalidad (modular la intensidad del castigo según la gravedad de la infracción). Lo contrario, para el TEDH, genera un rechazable “efecto de desaliento” entre la ciudadanía que, ante la perspectiva de gravosos castigos, se autocensura.

Partiendo de este cuadro general, las autoridades estatales están obligadas a considerar en cada caso si las manifestaciones controvertidas son de interés general, gozan de relevancia pública y muy especialmente, si se enmarcan en el debate político. Porque de ser así, el margen para la restricción de la libertad de expresión es extraordinariamente reducido, admitiéndose críticas agrias, desabridas y molestas para sus destinatarios. El pluralismo, la tolerancia y la apertura de las sociedades democráticas así lo exige. La libertad de expresión solo cede cuando se recurre a insultos o descalificaciones gratuitas, en defecto de interés general o relevancia pública, se incita expresamente a la violencia o se propagan discursos de odio.

Atendiendo a las consideraciones expuestas, se explica que las afirmaciones de Arnaldo Otegi, considerando que Juan Carlos I “impone su régimen monárquico a nuestro pueblo por medio de la tortura y la violencia” (Asunto Otegi, 2011) o la quema de unas fotos de grandes dimensiones de los monarcas al término de una manifestación independentista en Girona (Asunto Stern y Roura, 2018), castigadas en España como delitos de injurias a la Corona, no merecieran la reprobación del TEDH, estimándolas amparadas por la libertad de expresión. Sin negar su carácter hostil, provocativo y desmesurado, el tribunal afirmó que no suponían un ataque directo personal al monarca sino, antes bien, a la institución que este encarna. No incitaron expresamente a la violencia, ni provocaron desórdenes públicos, ni son identificables con un discurso de odio. Igualmente, el TEDH dio la razón a un militar español que, en su condición de profesor de derecho, en un programa de televisión se refirió al origen “bastardo y espurio de la Constitución” (Asunto Ayuso, 2022). Aun no habiendo sido sancionado, la autoridad castrense apreció excesivas tales opiniones, instando a su autor a tenerlo presente en el futuro. Este modo de proceder, para el TEDH, no respetó la libertad de opinión, al ignorar la condición de docente de su autor, la relevancia pública del asunto, el contexto en el que se produjeron, así como el efecto de desaliento inherente al apercibimiento formulado.

A la luz de estos precedentes, resulta inexplicable que en el caso del ultraje a la bandera nuestros tribunales obviasen la jurisprudencia del TEDH, lo que ha provocado una nueva condena a España. Porque, aunque ahora el delito es otro, lo cierto es que comparte un sustrato común con los precedentes: manifiesta una opinión de rechazo a referentes institucionales. El TEDH avala la competencia de los Estados para proteger sus símbolos nacionales, pudiendo, en caso necesario, restringir la libertad de expresión. Sin embargo, las afirmaciones enjuiciadas, aun albergando una obvia carga de hostilidad y rechazo hacia la bandera, no merecen la desproporcionada sanción penal impuesta.

A modo de conclusión, me limitaré a recordar las afirmaciones del Tribunal Supremo de los Estados Unidos para quien “la bandera no se protege sancionando a los disidentes, sino mediante la persuasión y la educación en valores constitucionales” (Sentencia Texas versus Johnson, 1989). Y lo que sirve para la bandera también sirve para la Corona, la Constitución, el himno nacional… Necesitamos más tolerancia y menos código penal.

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