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LA BRÚJULA EUROPEA
Columna
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El nuevo mapa del Atlántico después (¿y antes?) de Trump

La relación entre la UE y EE UU se ha reforzado, pero el acercamiento estratégico es incompleto y un triunfo republicano en Washington puede revertir los avances

Donald Trump, el pasado día 1, en un acto con sus seguidores en Iowa.
Donald Trump, el pasado día 1, en un acto con sus seguidores en Iowa.Charlie Neibergall (AP)
Andrea Rizzi

El mapa geográfico del Atlántico es el que es, pero el geopolítico lleva años en profunda metamorfosis. El segundo lustro de la década pasada alumbró dos tremendos desgarros, la presidencia de Donald Trump y el Brexit. El inicio de esta ha producido un gran giro: la victoria de Joe Biden representó un bálsamo para las relaciones transatlánticas; la invasión rusa de Ucrania se ha revelado un colágeno que ha cerrado filas entre los socios a un lado y otro del Atlántico Norte; la llegada al poder en el Reino Unido de Rishi Sunak, más pragmático que sus antecesores, también ha supuesto un avance, mejorando el clima entre Londres y Bruselas. Estas no son cuestiones retóricas, tienen impacto un enorme impacto en la vida real, desde el renovado vigor de la OTAN o el G-7 hasta la distensión de la crisis en Irlanda del Norte o la forja de lazos más estrechos entre los nuevamente unidos socios atlánticos y democracias asiáticas como Japón, Corea del Sur y Australia.

Ello, por supuesto, no significa que todo sea sintonía. El escollo principal son las visiones divergentes acerca de qué tipo de relación mantener con China. En el último G-7 se halló un consenso cercano a las posiciones europeas —reducción de riesgos, en vez del concepto más fuerte de desacople—, pero permanece una diferencia de fondo entre un EE UU instalado en una actitud de dureza frente a Pekín y un núcleo europeo mayoritario que prefiere una postura exigente, vigilante, pero menos dura. Un ejemplo de la vigente discrepancia es la perspectiva de reforzar lazos de la OTAN con democracias del indopacífico, con el caso de la apertura de una oficina de conexión de la alianza en Japón, a la que Francia pone objeciones. El proteccionismo industrial de la Administración de Biden es otro escollo.

Hay más problemas. Si bien alrededor del núcleo noratlántico se han aglutinado en términos políticos otras importantes democracias asiáticas, esto no impide que siga habiendo un abismo con tantos otros países del mundo que se mantienen en una situación de no alineación, empezando por la brecha que se detecta en el Atlántico Sur. Las democracias latinoamericanas y gran parte de África no quieren elegir entre bandos. La guerra rusa es una guerra a todas luces colonial, pero las antiguas colonias no sienten el impulso moral a levantarse contra ellas. Antiguas y motivadas suspicacias contra Occidente, además de desnudos cálculos de intereses, explican —aunque no justifican— sus reparos. China, por otra parte, es muy grande como para ponerse en contra de ella, y de ahí otros reparos.

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Estas cuestiones, el estado de la relación transatlántica y de su proyección en el mundo, fueron objeto de un seminario de gran interés promovido por escuelas de estudios internacionales de las universidades IE, Yale, Johns Hopkins y Sciences Po y celebrado el fin de semana pasado con una sesión pública en Madrid y otras a puerta cerrada en Segovia. La reflexión sobre estos asuntos en el seno de las sociedades civiles a ambos lados del Atlántico es importante, y debería serlo también en el debate político. Hay decisiones de enorme calado —y de gran impacto sobre la ciudadanía— que tendrán que tomarse en el futuro próximo. Desafortunadamente, no cabe esperar que esto tenga protagonismo en la campaña electoral española que se avecina.

La UE debe, sin embargo, seguir perfilando su posición en el mundo. Esta no podrá ser un seguidismo ciego de las decisiones de Washington. Pero es ingenuo y equivocado pensar en una autonomía estratégica absoluta.

Es ingenuo porque Europa sigue dependiendo de EE UU en términos de seguridad y también, en gran medida, en términos tecnológicos y energéticos. No está cerca el día en que esto se deje atrás. Y es equivocado, porque la UE es un grupo fundado no solo en intereses, sino en valores, siendo el democrático el principal de ellos. Así, si no es de recibo hacer seguidismo de actitudes extremas, tampoco lo son la equidistancia o indiferencia entre democracias y regímenes autoritarios del resto del mundo.

En el meollo de la cuestión está que, si se espera que EE UU atienda las inquietudes de seguridad de Europa, Europa debe tener en cuenta las inquietudes de seguridad globales de EE UU.

Hay que avanzar, pues, en múltiples sendas: disminuir las dependencias de la UE, también de cara a EE UU, y articular un diálogo constructivo con Washington. Hoy es difícil. Mañana puede ser peor. Trump atraviesa un momento difícil, pero conviene no descartar la posibilidad de que regrese o, en todo caso, de que asuma la presidencia un republicano menos excéntrico en lo personal pero igual de extremo en la ideología. El viaje será complejo, y por ello es necesaria una amplia reflexión en las sociedades europeas en todos los niveles.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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