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Moscú bajo las bombas

Para los rusos, la guerra ya no es una lejana actuación y los avioncillos sin tripulantes que se estrellan contra los rascacielos moscovitas les confirman que Rusia no es invulnerable

Moscu edificios
Uno de los edificios de Moscú alcanzado el lunes por un ataque de drones.Associated Press/LaPresse (Associated Press/LaPresse)
Lluís Bassets

No hay comparación posible entre la lluvia de misiles, drones y bombas de gravedad que llevan cayendo desde hace 15 meses sobre Ucrania y los escasos artefactos voladores que han alcanzado el Kremlin o han terminado estampados sobre edificios de viviendas en Belgorod o en Moscú. Los primeros han matado civiles a mansalva, vaciado pueblos y ciudades, y destrozado escuelas, hospitales, teatros y viviendas, hasta convertir urbes enteras en campos de ruinas. Los segundos apenas han rozado un puñado de edificios sin hacer víctimas, pero han sido calificados como ataques terroristas por Vladímir Putin, un líder duro y cruel pero de piel muy fina.

Aunque los antiaéreos ucranios son cada vez más eficaces y limitan las víctimas civiles, estos bombardeos obligan a concentrar los esfuerzos defensivos en el interior del país en detrimento del frente. El Kremlin quiere desgastar la resistencia moral de la población y a la vez debilitar las defensas ucranias ante la inminente ofensiva terrestre. Unos objetivos simétricos buscan los ataques con drones a las ciudades rusas y la acción de los saboteadores que siguen infiltrándose, aunque el Gobierno de Kiev eluda el reconocimiento de su autoría.

En los hechos, la ofensiva ya ha empezado en ambas retaguardias, y la novedad es el impacto directo sobre la población rusa. La guerra ya no es una lejana actuación de policía en un territorio remoto y exterior. Esos avioncillos sin tripulantes que se estrellan contra los rascacielos moscovitas son portadores de algunos mensajes. Moscú no es invulnerable. No lo son sus barrios más acomodados. Los ucranios tienen derecho a defenderse con ataques al territorio desde donde se les bombardea. Es todas una inyección de moral para los ucranios y de desaliento para los rusos.

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Han tardado estas acciones detrás de las líneas del frente. Rusia, a diferencia de Ucrania, es una potencia nuclear. El arma atómica en sus manos ha sido un valioso instrumento de amenaza y disuasión para delimitar el perímetro de su intervención, alejar a los amigos de Kiev del escenario bélico y señalar el peligro de una escalada que tiene como último peldaño la detonación nuclear. Gracias a esta asimetría se ha ralentizado el envío de armas de los aliados. Estos han exigido además su limitación a fines defensivos y prohibido que alcanzaran directamente a territorio ruso. El uso desgasta cualquier arma. También sucede con la disuasión, que es pura psicología. Así se ha ido desvaneciendo el temor inicial, hasta relajar los márgenes de actuación detrás de las líneas rusas y la envergadura del armamento suministrado a Kiev, desde los lanzamisiles portátiles del principio hasta los aviones F-16 que recibirá muy pronto.

Nadie quería en Occidente la escalada, pero lentamente se ha ido incrementando el peso y el valor de la ayuda, actualmente con capacidades ofensivas que desbordan ampliamente los tabúes iniciales. Se ha alejado el espectro nuclear, pero mientras exista el actual arsenal y alguien como Putin tenga el poder para utilizarlo sería una imprudencia darlo por desaparecido.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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