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tribuna
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Las borracheras revolucionarias provocan resacas reaccionarias

La división de la izquierda y la masiva movilización de la derecha harán que sea esta la que defina el futuro de Chile en la nueva Constitución

Chile
El líder del ultraderechista Partido Republicano, José Antonio Kast, posa junto a consejeros electos en los comicios constituyentes, el 7 de mayo en Santiago de Chile.Elvis González (EFE)
Oriol Bartomeus

Chile eligió el domingo 7 de mayo al órgano que debe redactar una nueva Constitución que sustituya la pinochetista de 1980. Es la segunda vez que se intenta elaborar un texto constitucional, después del final abrupto de la primera tentativa, rechazada en plebiscito en septiembre de 2022.

Esta vez la mayoría del nuevo Consejo Constitucional estará en manos de la extrema derecha del Partido Republicano, que consiguió 3,5 millones de votos, el 35% del total. Se dará la paradoja que un partido que siempre se ha mostrado contrario a hacer una nueva Constitución será el encargado de redactarla. Además de los republicanos, la derecha tradicional ha conseguido el 20% de los votos, lo que da al conjunto de las fuerzas conservadoras la mayoría de bloqueo para impedir que salga adelante cualquier propuesta de la izquierda gobernante, impulsora originaria de la reforma constitucional, que se vio desbordada en el primer intento para dotar al país de una nueva ley fundamental.

Aquel primer episodio fracasado se desarrolló en unas coordenadas claramente revolucionarias. El impulso venía de las protestas ciudadanas del otoño de 2019, las mayores desde que Chile recuperara la democracia 30 años antes. El “estallido social” puso patas arriba el statu quo heredado de la transición y desbordó a los partidos tradicionales, que aceptaron la celebración de un plebiscito para decidir si el país se dotaba de una nueva Constitución. Con una participación del 51%, casi ocho de cada diez electores votaron a favor de redactar un nuevo texto constitucional, y no solo eso. Aprobaron también que la redacción quedaría en manos de una Convención elegida ad hoc, es decir, sin la participación del Congreso.

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La composición de la Convención Constitucional era la expresión del rechazo a los partidos y sus métodos y el texto final recogía los principios del programa máximo de la izquierda más dura, con la inclusión de la mayoría de las demandas surgidas de los disturbios de 2019: plurinacionalidad, reconocimiento de los pueblos originarios, de la diversidad de género. Se trataba ciertamente de un texto revolucionario que daba la vuelta completamente al de 1980.

En las elecciones presidenciales de noviembre de 2021 se empezó a fraguar la reacción. El candidato de la extrema derecha, José Antonio Kast, lograba la victoria en la primera vuelta con dos millones de votos. En la segunda y definitiva, Kast resultaba derrotado por el izquierdista Gabriel Boric, pero conseguía 3,6 millones de votos. Algo había pasado. El electorado de la derecha se movía.

Un año más tarde, en septiembre de 2022, sometido a plebiscito, el proyecto constitucional salido de la convención fue rechazado por un contundente 62%, esta vez con una participación del 86%. La derecha había salido en tromba a tumbar el programa revolucionario. La fiesta había terminado y empezaba a tomar cuerpo la contraofensiva conservadora, que se ha materializado de nuevo en la elección del nuevo Consejo Constitucional.

La comparación entre los dos procesos constituyentes no admite dudas. Es evidente la movilización de la derecha, de la “gente de bien” que retoma las calles después de los disturbios, exactamente como ocurrió en París en 1968. Y lo hace después de ver como su inacción propició la toma del poder por los revolucionarios, los alborotadores, los enemigos de la paz social. La revolución ha causado miedo entre las capas medias y altas de la sociedad, un miedo que la extrema derecha ha sabido alentar y vehicular a su favor. La seguridad y la inmigración han sido los temas que han dominado en la campaña. El miedo. Miedo al descontrol, a un Gobierno (el de Boric) débil, a los extremistas. La “gente de bien” ha dicho basta y ha acabado de golpe con la revolución.

Por su parte, la izquierda ha salido de los años revolucionarios dividida y frustrada. La expresión más evidente son los dos millones de votos nulos en esta elección. Para la extrema izquierda, el problema ha sido la vuelta al mando de los partidos tradicionales, que ha desbaratado el intento de transformación radical del país. Para los partidos tradicionales de la izquierda, el problema de la Convención fue que no tuvo en cuenta la correlación de fuerzas del país, que quiso imponer un programa de máximos que acabó dando argumentos a la derecha más radical y movilizando a la reacción.

Es el viejo debate de las izquierdas entre el utopismo revolucionario y el gradualismo reformista, pero esta vez en un momento en el que la negociación y el consenso cotizan a la baja frente a un segmento de la izquierda al que le cuesta aceptar los límites de lo que es posible, porque vive instalado en la fantasía de creer que las cosas deben ser posibles por el simple hecho de quererlas. Y exige por ello que el resto se pliegue ante la voluntad legítima del pueblo soberano. ¿El resultado? La derecha será la que defina el futuro de Chile.

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