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Tribuna
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Cansancio, miedo, rabia

La acción política consiste hoy en generar emociones (a menudo negativas) que funcionen como carburante electoral

La candidata de Reagrupación Nacional, Marine Le Pen, en un acto electoral en Narbona (Francia), el pasado 8 de abril.
La candidata de Reagrupación Nacional, Marine Le Pen, en un acto electoral en Narbona (Francia), el pasado 8 de abril.Chesnot (Getty Images)
Oriol Bartomeus

En las elecciones presidenciales francesas se observó una penetración importante del voto a Marine Le Pen en el medio rural, en algunos casos por delante de Macron. No deja de sorprender que la Francia agraria sea donde mejores resultados ha obtenido una candidata que desplegaba un discurso nítidamente euroescéptico, cuando no directamente eurófobo. Sorprende porque precisamente son las políticas europeas, concretamente la Política Agraria Común, las que mantienen al campo francés (y al de tantos otros países miembros). Si los votantes franceses de las áreas rurales hubiesen votado conforme a sus intereses, lo más coherente sería que hubieran optado mayoritariamente por una candidatura que no pusiera en peligro los subsidios comunitarios, en este caso la de Macron.

La razón de la decantación del campo francés hacia Le Pen no se encuentra en la defensa de los intereses, sino en la expresión de un sentimiento que la candidata de la extrema derecha supo situar en el centro del debate electoral. Es el miedo de la Francia rural a perder su esencia, a ser engullida por la globalización que encarnan las ciudades y la propia Unión Europea, aquella que provee al campo francés de su sustento. El campo se siente atacado y ese sentimiento se convirtió en munición electoral a favor de Le Pen.

Este es un ejemplo de cómo de un tiempo a esta parte la política ha dejado de gravitar sobre los intereses para hacerlo sobre los sentimientos y las emociones. No es nuevo. La política sentimental hace tiempo que viene expresándose. De hecho, la política siempre ha tenido un componente emocional. Aquellos que hablan de la emotividad política como algo novedoso y negativo, como una degradación de la relación entre ciudadanos y representantes, olvidan que la emoción y los sentimientos siempre han formado parte del lenguaje y de las relaciones políticas. No es nuevo que las campañas electorales recurren a ingredientes de tipo emocional. La diferencia tal vez es que ahora esos elementos son el centro de la campaña, mientras que antes eran solo la envoltura de lo que hasta entonces había sido el núcleo del debate: los intereses. Este es el gran cambio operado en las últimas décadas, los intereses casi han desaparecido como eje de la política y su lugar lo han ocupado los sentimientos.

No debería extrañarnos. Ocurre en muchos otros ámbitos de la vida, a medida que la adscripción de los ciudadanos a grupos sociales se ha ido desvaneciendo y se ha hecho más difícil la articulación de intereses compartidos, principalmente ligados al mundo de la economía. Así, hoy en día la materia con la que se hace la política son principalmente los sentimientos, que es exactamente la materia que nutre la publicidad. Esta política emocional gira alrededor de tres sentimientos básicos: el cansancio, el miedo y la rabia. Actualmente la acción política consiste en intentar generar en el cuerpo social estas tres emociones, con el objetivo de que funcionen como carburante de la movilización o desmovilización del electorado. Si analizamos con cierta distancia y desapego cualquier campaña electoral, incluso cualquier campaña de comunicación, encontraremos que todas tratan de generar en segmentos predeterminados del cuerpo electoral o cansancio o miedo o rabia.

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El cansancio es un sentimiento que lleva directamente a la abstención. El elector que se siente cansado, hastiado, hasta harto, tiende a dejar el terreno de juego, fastidiado con los contendientes, principalmente con los propios. Generar cansancio entre el electorado es clave para fomentar la desmovilización, el alejamiento de la política, algo que puede ser muy beneficioso, sobre todo si esa desmovilización debilita al adversario. El cansancio no se reparte homogéneamente en la ciudadanía. Afecta principalmente a la izquierda y a los jóvenes, más proclives a sentir que la política no les tiene en cuenta o que los debates políticos transcurren por unos caminos que este elector no aprueba. Los votantes de la izquierda acostumbran a llegar a esos límites con más facilidad que los de la derecha. De ahí que tengan una mayor tendencia al cansancio, es decir, a la abstención.

El miedo acostumbra a ser la tecla que se pulsa cada vez que se quiere evitar el cansancio del propio electorado. Cada vez es más común echar mano del miedo para movilizar a un electorado más remolón, sobre todo en la izquierda. Miedo a la extrema derecha, miedo a salir de Europa, miedo a lo desconocido. Las encuestas nos enseñan cómo cada vez está más presente el voto a la contra, el voto que pretende no tanto elegir a un partido sino impedir que otro acceda al gobierno. Para ello, obviamente, es necesario que exista un rival con suficiente grosor para generar ese temor. En la campaña francesa, Marine Le Pen centró buena parte de sus esfuerzos en no generar miedo, en desmentir que su acceso a la presidencia pudiera infundir miedo. En España ha habido elecciones que se han ganado apelando al miedo. En 1993, la victoria por la mínima de los socialistas se basó en buena medida en el miedo que infundía una posible llegada del PP al gobierno. En 2017 la victoria de Cs en las autonómicas de Cataluña se fundamentó en el miedo de una parte muy importante del electorado catalán a que un triunfo de los independentistas llevara a hacer efectiva la secesión. Siempre que hay miedo se produce un incremento notable de la participación. Generar miedo rinde electoralmente.

En tercer lugar, la rabia es un agente magnífico no solo de movilización, sino de acción. El elector que siente rabia se convierte en un publicista, en un activista de tu causa. La rabia es un estadio superior al miedo. A veces se fundamenta en el miedo, pero va mucho más allá. La rabia no hace reaccionar al elector frente a un escenario posible, activándolo para impedir que ese futuro hipotético se convierta en realidad. La rabia sirve para modificar el presente, empuja al elector. Por decirlo de algún modo, el miedo hace que el elector se plante, se levante; la rabia lo hace avanzar contra aquello que odia y desprecia. El caso más reciente es el de las elecciones autonómicas de Madrid en la primavera de 2021. El PP fue capaz de hacer de Pedro Sánchez un malvado de película, al que había que derrotar saliendo a votar en masa, como así ocurrió.

La política ha pasado de ser principalmente una actividad basada en la gestión de intereses a una que se basa en la gestión de las emociones. Toda acción política se dirige a generar cansancio, miedo o rabia en el electorado, en proporciones diferentes y en segmentos diversos. En España, la derecha solo puede ganar si es capaz de mantener la rabia de los suyos a la vez que induce al cansancio a una parte de los contrarios. Las posibilidades de la izquierda, por su parte, dependen del miedo que pueda infundir entre sus filas la posibilidad de una victoria de la derecha. Desde su elección como presidente del PP, Feijóo juega principalmente a adormecer al electorado de la izquierda, a no dar miedo, como Aznar en 1996. Sánchez, por su parte, no deja de mencionar a Vox cada vez que puede. Gestionar sentimientos, en eso consiste hoy la política.

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