Perú como advertencia
La democracia peruana es una llamada de advertencia al continente: cuidado con lo que desean porque así es como luce una democracia cuando no hay confianza en los líderes políticos, ni en los medios de comunicación, ni en las instituciones
Como una canoa varada en medio del río Amazonas o una camioneta atascada en las dunas del desierto de Atacama, la democracia en América Latina está estancada y necesita que la remolquen. Los autócratas carismáticos y acaparadores de poder han sido los grandes villanos históricos de la democracia de América Latina durante muchos años. Sin embargo, hay nuevos villanos en la ciudad: la incapacidad de los gobiernos para satisfacer a ciudadanos cada vez más enfadados por reformas que jamás llegan y la rápida reproducción de innumerables proyectos políticos más débiles y cada vez menos representativos unidos sólo por el odio al rival político.
Ganar unas elecciones atizando el odio a los rivales es fácil; gobernar es la parte más difícil. Las lunas de miel políticas han pasado a adornar las colecciones de nuestros museos, sino que se lo pregunten a Gabriel Boric o a Gustavo Petro. A los ciudadanos de la región se les agota la paciencia más rápido que nunca y las protestas estallan con mucha más indignación y violencia, a veces incluso seducidas por cánticos de sirena antidemocráticos, como en los asaltos a edificios gubernamentales en Brasilia. Las protestas peruanas tras el fallido autogolpe de Pedro Castillo y la toma de posesión de la presidenta Dina Boluarte se han sumado a los recientes estallidos, alimentadas por abismos sociales irreconciliables entre el campo y la ciudad, confirmando que Perú no sólo se encamina hacia la ingobernabilidad, sino que está allanando el camino para el surgimiento de un líder autoritario que restablezca el orden.
No son los peores tiempos para la democracia en América Latina, pero sí los peores desde los años noventa. Las dictaduras de Venezuela, Nicaragua y Cuba no han retrocedido, mientras que en México, Brasil y Bolivia la democracia se ha erosionado. El Salvador camina por la senda autoritaria bajo un descomunal apoyo popular, justo como en los viejos tiempos de los grandes autócratas del continente. Escoja cualquiera de los indicadores que evalúan nuestra democracia, desde el publicado por Freedom House hasta el que propone la Unidad de Inteligencia de The Economist, todos indican cuanto menos un estancamiento. Y nada bueno crece en terreno empantanado más que la fetidez y la podredumbre.
Las democracias latinoamericanas languidecen bajo la dispersión de agendas aparentemente incoherentes entre innumerables aliados políticos débiles, simplemente unidos por su mayor odio visceral hacia sus enemigos políticos –como sucedió con José Antonio Kast en Chile, Jair Bolsonaro en Brasil y Keiko Fujimori en Perú–, pero son absolutamente incapaces de gobernar cumpliendo la mayoría de sus promesas. No tienen mayorías en los parlamentos, todas sus reformas más ambiciosas acaban allí donde empieza la votación en el Congreso, y son incapaces de construir consensos para lograr apalancar sus propuestas. Sólo veamos cómo Boric ha fracasado en su intento de reforma tributaria, una derrota más que se suma a la del plebiscito. Nada más que tormentas esperan cuando el odio por el adversario político construye los cimientos de una democracia. Pero ninguno de los nuevos gobiernos de la región logra superar el desconcierto que suscita la democracia peruana, que no se fatiga en prodigar nuevas categorías en el deterioro democrático.
Perú no sólo es la tormenta perfecta, es el mismo cambio climático de los fenómenos políticos de la región. Hace apenas cuatro meses, una nueva presidenta tomó posesión, la séptima en seis años, tras dos renuncias, dos vacancias presidenciales por incapacidad moral y una disolución del parlamento. La democracia peruana es la moneda que gira eternamente en el aire. Tal es el riesgo de construir gobiernos sobre la antipatía y rodearlos de una galaxia interminable de proyectos políticos sin sentido que representan cada vez a menos ciudadanos. Políticos débiles y ciudadanos furiosos: la receta exacta para la ingobernabilidad.
El expresidente Pedro Castillo no tuvo luna de miel. La primera encuesta mostraba que tenía más desaprobación que apoyo incluso antes de que tomara posesión. Castillo llegó a la segunda vuelta gracias a la movilización del voto antisistema, que se identificó fuertemente con el maestro rural que no tuvo problemas para reunir a miles de encendidos partidarios en las plazas de la sierra peruana. Pedro Castillo no fue un populista carismático y arrollador, sino un improvisado líder que corrió sólo por el carril vacante del radicalismo peruano. Un mísero 15% de los votos en la miseria de la política peruana le valió la victoria en primera vuelta. Pero Castillo no se impuso en la segunda vuelta gracias a su prédica populista, sino gracias al apoyo político más extendido o a la antipatía más compartida en Perú: el antifujimorismo.
Hacer campaña y ganar unas elecciones aprovechando la aversión contra Keiko Fujimori era sencillo. Dos candidatos muy diferentes, un exmilitar criollo que se temía fuera chavista, Ollanta Humala, y un exbanquero de Wall Street con apellidos polaco y francés, Pedro Pablo Kuczynski Godard, la habían derrotado antes. Un maestro rural que se pareciera a la mayoría de los peruanos la aplastaría, sin duda. Aun así, Pedro Castillo estuvo a punto de perder. Su descarada improvisación daba más miedo que su radicalismo.
La coalición de Castillo era tan diversa y colorida como los ingredientes de la cocina peruana, pero rápidamente demostró ser insostenible. Se desmoronó cuando empezó a complacer a su variopinta alianza, recompensándolos con nombramientos incompetentes. Un festín de patrimonialismo que acabó debilitando la capacidad del Estado. Castillo no cumplió la mayoría de sus promesas, era un campesino que apoyaba la segunda reforma agraria, pero sus ministros de Agricultura ni siquiera podían comprar fertilizantes para proveer a los agricultores. Atrapado bajo las ruedas de graves acusaciones de corrupción, intentó un autogolpe suicida en medio de su tercer proceso de vacancia parlamentaria. Quizá el único lado positivo de esta caótica historia sea que los actores políticos son tan débiles que hasta incluso sus golpes de Estado son farsas cínicas. Y el golpe de Castillo fracasó estrepitosamente.
La presidenta Boluarte no tenía un reto fácil, pero decidió empeorar la precaria estabilidad peruana con señales inequívocas de que se aliaría con los que habían jurado destituir a Castillo. Boluarte tenía un mandato tan débil que sólo fue capaz de utilizar la fuerza para reprimir a los manifestantes que exigían nuevas elecciones y su renuncia. Más de 70 muertos después y un país asediado por la violencia no fueron motivos suficientes para que todas las bancadas del Parlamento alcanzaran un acuerdo que, finalmente, se desvaneció en esa “galaxia interminable de los proyectos políticos sin sentido”. El establishment ha decidido apoyar a Boluarte tan torpemente que sólo han conseguido aumentar el apoyo popular a una Asamblea Constituyente –que los ciudadanos entiendan cómo exactamente ésta será es una historia distinta–. Los izquierdistas creen que hay un momento constituyente, y puede que lo haya, pero uno a favor de una constitución tan conservadora como estatista: la pesadilla más horrenda del establishment.
Las elecciones generales anticipadas no ofrecen más que la promesa de una tregua en un país fracturado donde los ciudadanos están enfurecidos e insatisfechos con su democracia. Quién puede culpar a los peruanos de estar furiosos si toda su clase política ha pasado por prisión desde 1990. Esta semana un joven falleció después de luchar casi dos meses en el hospital por su vida tras ser impactado con 36 perdigones en el cuerpo sin siquiera participar de las protestas; y conocimos que el policía asesinado en Puno fue acribillado por un expolicía y no por la turba enardecida como tanto habían especulado muchos operadores políticos con irresponsabilidad. La rutina de la barbarie, la rutina de la derrota.
Sólo hay un paso desde el caos y la furia peruana antes de que la gente se rinda a un populista autoritario que restaure el orden. Porque esa es una historia que Perú conoce con trágicos recuerdos. La democracia peruana es una llamada de advertencia a las democracias del continente dispuestas a construir su política atizando el resentimiento entre innumerables políticos insignificantes: tengan cuidado con lo que desean porque así es como luce una democracia cuando no hay confianza en los líderes políticos, ni en los medios de comunicación, ni en las instituciones. Librarse de todos, odiarlos con el mismo encono no produce un orden espontáneo, sino que desata un temporal de lucha por las migajas que es más patético que la lucha por las cuotas de poder en los tiempos de bonanza. El camino para salir de esta desenfrenada espiral de ingobernabilidad pasa por un reconocimiento y un renacimiento que tomará muchos años. Hay que asumir que los años que vienen serán muy duros y saber resistir aguardando este reconocimiento y renacimiento.
El reconocimiento de que los proyectos políticos han fracasado, que los viejos proyectos deben de reinventarse quizá volviendo a sus orígenes y defenestrando a los oportunistas que los llevaron al cadalso; y un renacimiento en los nuevos proyectos, que deben rescatar las viejas ideas sobre el Perú que aún están vigentes y que muchos abandonaron por seguir la ruta del acomodo tras los poderes fácticos, con la vuelta de la democracia en el 2001: el abismo social de Basadre, la síntesis viviente de Belaúnde, el problema de la tierra y el campesino en Mariátegui, el pan con libertad de Haya de la Torre.
No hay que empezar desde cero, pero se necesitan proyectos políticos que construyan identidades no desde el odio por el adversario político como los hemos hecho en los últimos 30 años, sino desde la afirmación de la defensa de principios innegociables; dejar de fomentar a los que atizan el resentimiento y cobijar a los que defienden una idea democrática. Cualquiera que peregrine por los canales de televisión, periódicos y las redes sociales peruanas entenderá perfectamente que no hay ningún debate de ideas sino una continua caricaturización y estigmatización del rival político. Cámaras de eco que reproducen las mismas voces, infinitamente, incapaces de dialogar. No hay reforma política o institucional ni adelanto de elecciones capaz de producir tal reconocimiento y renacimiento, pero a eso se debe aferrar la democracia peruana, es eso o asumir que se convertirá en el terreno fértil por la banal batalla por la insignificancia. Esa es la trágica llamada de advertencia desde esta democracia in non-English.
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