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tribuna
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Me siento más sola que nunca (en la historia de la humanidad)

En 2023 seguimos estando todos solos, pero hoy cada uno lo está a su manera. El problema es que nos hemos quedado atrapados en una red fuertemente tejida que es universal

Un hombre camina solo por la avenida Villamayor de Salamanca.
Un hombre camina solo por la avenida Villamayor de Salamanca.DAVID ARRANZ
Nuria Labari

“Todos estamos demasiado solos, todos tenemos demasiado miedo, todos necesitamos una confirmación exterior de que merecemos existir”. La cita es de una de mis novelas preferidas, El buen soldado, de Ford Madox Ford, escrita en 1915. La primera vez que la leí me hizo sentir menos sola. La palabra todos pesaba entonces, para mí, mucho más que las palabras miedo o soledad en esta frase. Han pasado 20 años desde mi primera lectura y más de 100 desde que Madox Ford la escribiera. Y esta mañana, cuando regresé a estas palabras, como quien pronuncia un conjuro, descubrí que su magia había desaparecido. Porque, en algún momento, la palabra soledad devoró ese sentimiento de comunidad que antes diera fuerzas a la palabra todos. Quizás por eso, esta mañana me sentí más sola que nunca antes. En mi historia y en la de la humanidad.

Es verdad que las cosas no han cambiado tanto. En 2023 seguimos estando todos solos, pero hoy cada uno lo está a su manera. Así, la primera razón por la que nos sentimos más solos es que objetivamente lo estamos. Es decir, las relaciones se han vuelto más líquidas entre nosotros y más difusas. La ciudad primero e Internet después se convirtieron en auténticas trituradoras de los lazos que nos unían a los demás. Y estos lazos (que a menudo ataban hasta asfixiar a las personas) se han ido disolviendo hasta desaparecer. Que los lazos se aflojen es una excelente noticia para cualquiera a quien le apretara la soga de su comunidad o su familia (o sea: todos). Ahora bien, que no haya lazos significa que el sentimiento de unión desaparece también. Así, de la familia extensa pasamos a la nuclear para mutar poco después a la familia atómica. De hecho, hoy, hasta en las familias (por muy tradicionales que se pongan) cada individuo se comporta como un átomo danzando en el abismo espacial. No hay tribu, clan, clase social ni familia tradicional. Llegados a este punto, absténgase por favor populistas y nostálgicos, porque tanto si el pasado fue mejor o fue peor, lo único seguro es que no volverá. No busquemos, pues, soluciones donde no las hay. Destruyes una casa y no aparece otra a continuación. Lo primero que te encuentras es un solar vacío. Y ahí estás, habiendo terminado con todo lo que estaba mal (y bien) y completamente sola. Puede que estés arrepentida. Pero una cosa es segura: nunca volverás a vivir en la casa que derribaste.

De modo que sí: estamos más solos en el abismo. Sin casa y sin familia. Y esta imagen es más un hecho social que una metáfora literaria. Seguimos teniendo “demasiado miedo”, pero ningún fantasma es tan terrible como la sombra espectral de nosotros mismos. Eso significa que el abismo ha dejado de ser compartido y que cada cual se esmera en crear uno a su medida. Y ese cambio en la gramática del terror se lo debemos a Internet. Un día, no hace tanto, allá por los noventa, a todas las personas nos pusieron la misma promesa en las manos: la posibilidad de estar cerca de cualquier otro ser humano cuando quisiéramos de manera segura e instantánea. Podíamos elegir a quien quisiéramos, según nuestros criterios y valores, y eso nos auguraba el futuro más prometedor de todos los tiempos. La promesa, eso sí, contenía una condición. Que los vínculos que estableciéramos fueran a distancia, espontáneos y blandos. Entonces la humanidad en bloque aceptó y celebró el trato. Internet nos regaló el paraíso de la posibilidad. Y eso, con el tiempo y los algoritmos necesarios, generó una clase de individuo que solo encuentra sentido a la vida cuando cumple sus objetivos. Dicho de otra manera, en la era de Internet, el sentido de la vida nos lo da el éxito. Como si no tuviéramos otra fuente de seguridad que el reconocimiento. Lo peor de todo es que, por esta misma razón, Internet (y toda su ingeniería social) provoca que el sentido de la vida se difumine. Porque el lugar donde buscamos el reconocimiento es, como todo lo demás, difuso. Ya no buscamos el reconocimiento de nuestros profesores, de nuestros amigos, de la crítica especializada o de nuestra jefa. Hoy, el reconocimiento más preciado es el que viene de “todo el mundo”, miles o millones de likes y miradas. Dicho de otra manera, nuestra sed de reconocimiento es insaciable. Y la soledad consiste precisamente en eso: no querer nada de nadie en concreto y esperarlo de todos a la vez.

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Y aquí viene lo peor de todo, el fin del conjuro de Ford Madox Ford. Ya nadie necesita una confirmación exterior de que merece existir, al contrario, todos necesitamos millones. Podría valernos con una sola mirada de amor, por ejemplo. Pero eso era antes. Hoy es difícil encontrar una confirmación de que merecemos existir porque la tecnología ha relativizado toda experiencia al interponerse entre nosotros y la realidad. La experiencia se ha relativizado y, por lo tanto, también la moral, pues no hay ética sin experiencia. ¿El resultado? Estamos empezando a relativizar hasta la idea de la muerte. Si mermas la experiencia, ¿acaso puede tener sentido la existencia? El resultado de esta forma de soledad lo estamos viendo: cada vez son más las personas que relativizan el valor de la propia vida hasta el punto de renunciar a la búsqueda de cualquier confirmación de su existencia. La soledad es tan grande que se convierte en desorientación. Nos sentimos locos de pura soledad y no encontramos sentido para dar un paso más. No hay casa ni familia ni solar ni razón alguna para construir nada nuevo.

Hace poco, leí en este periódico un editorial que reclamaba un plan nacional contra la soledad. El problema es que nos hemos quedado atrapados en una red fuertemente tejida que es universal. No hay solución a la vista, salvo quizás, aceptar la situación y actuar en consecuencia. Por mi parte, hoy hecho algo contra el miedo, he escrito. Esta frase es de Rilke y todavía me consuela. Veremos qué pasa cuando quien escriba sea ChatGPT.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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