Tamemes
No todos los ancianos son venerables todo el tiempo. Ser mayor no convierte a nadie ni en bondadoso ni en entrañable ni en autocrítico si no lo ha sido antes


A veces, en días aciagos, se me aparece la RAE y me salva la vida. Andaba ayer una mustia, seca, mohína, huérfana de musas para hincarle las teclas al tema de la semana, cuando me dio por buscar “tamemes” en Google, por ver si la parida se le había ocurrido antes a algún colega para hacer unas risas con los memes de Tamames en la moción de censura, y ¡bingo! Al cierre de estas líneas, no solo nadie había publicado tal palabro en tal contexto, sino que el vocablo tiene entrada propia en el Diccionario de la docta casa. “Tameme: Cargador indio que acompaña a los viajeros”, reza la definición, digna del rosco de Pasapalabra. Pero es que, espera, el glosario de americanismos añade: “Persona que transporta cargas” en la época prehispánica. Más clavado, imposible. Porque ¿qué otra cosa ha sido Ramón Tamames para Vox, sino un tameme de lujo? No me extraña que el candidato se doliera en sede parlamentaria de la ingratitud de la madre patria con Hernán Cortés e Isabel la Católica. Entiende más esa época que esta.
Ahora en serio. En España viven 143.000 varones de entre 90 y 94 años. La esperanza de vida masculina es de pocos meses por encima de los 80, así que los nonagenarios son auténticos supervivientes. Y hay muchas maneras de serlo. Algunos tienen la cabeza o el cuerpo perdido. Otros, están estupendos. Alguno, incluso, bendito sea, va a First Dates a buscar a quien querer en sus últimos años. Pero me temo que la mayoría, yo la primera, no sabemos cómo tratarlos. Sus señorías se debatían estos días entre la mofa, la condescendencia y la piedad con el anciano candidato Tamames. Personalmente, tengo un respeto reverencial a los mayores, pero no todos los viejos son venerables todo el tiempo. Ser mayor no convierte a nadie en bondadoso ni en entrañable ni en autocrítico si no lo ha sido antes. Tamames cumple los 90 en noviembre. Se le ve en plena forma. Tanto, que se permitió recomendarles una pastillita de Cafinitrina a los jóvenes diputados cincuentones, de tan acelerados que van por la vida. Dicen que el pudor es lo último que se pierde en la vida. La vanidad debe de andarle cerca. Cumplida su autoimpuesta misión histórica, don Ramón haría bien en volver a sus cátedras y dejarse de encarguitos. Él, como eminencia de la economía, debería saber que, hoy, los tamemes trabajan para Glovo.
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