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tribuna
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¿De quién es la democracia?

Putin y Xi se han apropiado de conceptos tradicionalmente asociados al bando democrático, pero una de las ventajas de este es que la libertad es el caldo de cultivo de las nuevas ideas

Xi Jinping y Putin
Vladímir Putin y Xi Jinping, en una cumbre en septiembre de 2022.SPUTNIK (via REUTERS)
Cristina Manzano

En la guerra global por la narrativa entre democracias y autocracias, entre Occidente y el resto, uno de los triunfos de Xi Jinping y de Vladímir Putin ha sido el de apropiarse de conceptos tradicionalmente asociados al bando democrático. Para quienes vemos en ellos la personalización de un poder pseudoabsoluto, oír cómo hablan de derechos humanos, de elecciones y de democracia provoca cierto escalofrío. Los ejemplos son múltiples, pero el caso más ilustrativo fue el famoso manifiesto que publicaron días antes de la invasión rusa de Ucrania y en el que declararon su amistad “sin límites”. En él se podían leer cosas como: “Las partes comparten la creencia de que la democracia es un valor humano universal, más que un privilegio de un número limitado de Estados, y su promoción y protección es una responsabilidad común de toda la comunidad mundial”. Y todavía más allá: “Rusia y China, como potencias mundiales con una rica herencia cultural e histórica, tienen una arraigada tradición democrática, que se nutre de la experiencia milenaria del desarrollo, el apoyo popular y la consideración de las necesidades e intereses de sus ciudadanos”.

No son, desde luego, los primeros autócratas que presumen de democracia. Ahí estaba la mismísima República Democrática de Alemania o la democracia orgánica del franquismo, que no engañaban a nadie. Pero Xi y Putin se están haciendo con las ideas que Occidente ha querido convertir en universales para redefinirlas. Es la revancha contra un sistema de valores que, consideran, ha ejercido siempre una pretendida superioridad moral. Y lo hacen porque ahora tienen, cada uno a su modo, las palancas para convencer a quien esté dispuesto a escucharlos.

Hubo un tiempo en que un buen número de países se miraba en el espejo de las democracias occidentales, sobre todo en el de Estados Unidos, el gran referente. La democracia iba ligada a libertades, sí, pero también a prosperidad, a una forma de vida mejor y más digna. Es obvio que esos referentes hoy han cambiado. China ha demostrado que se puede prosperar económicamente y otorgar un cierto grado de libertad, sin que ello implique en ningún momento cuestionar el orden político establecido ni la supremacía del Partido Comunista Chino. Rusia ha demostrado que se puede cultivar el anticolonialismo exportando energía y seguridad mientras se sigue ejerciendo el más crudo imperialismo.

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Además, cuestionan ellos, ¿de quién es la democracia hoy? ¿Quién determina si un régimen es lo suficientemente democrático o no?

Al poco de llegar a la presidencia, y aún bajo el trauma por el asalto al Capitolio, Joe Biden convocó una Cumbre para la Democracia con gobiernos, sociedad civil y mundo empresarial. Su objetivo era “renovar la democracia en casa y confrontar a las autocracias en el exterior”. Desafección, desigualdad, polarización, control tecnológico, desinformación, autoritarismo, corrupción, el papel de las grandes corporaciones... la lista de temas es larga. Un “pequeño” problema fue que la misma Casa Blanca determinó quién asistiría y quién no, generando todo tipo de polémicas. De allí salieron, en cualquier caso, una serie de compromisos que ahora las partes implicadas están llamadas a revisar. Será los próximos días 29 y 30 de marzo, en la II Cumbre para la Democracia, que se celebrará en formato híbrido conjuntamente en cinco sedes: EE UU, Costa Rica, Zambia, Países Bajos y Corea del Sur.

Para los muy cafeteros, son ejercicios siempre interesantes, que movilizan a varios miles de personas en todo el mundo en proyectos de lo más diverso. En torno a esos días, y a ese acontecimiento, se generará un sentimiento de solidaridad, de propósito y de optimismo con respecto al futuro. Tantas mentes pensando y proponiendo cómo hacer frente a los desafíos de nuestros sistemas democráticos, cómo mejorarlos. Pero ¿irá más allá de un descentralizado esfuerzo intelectual? ¿Trascenderá el espacio de unas determinadas élites? ¿Logrará realmente revertir el supuesto declive democrático?

Un repaso a este último año ofrece un balance agridulce. Por un lado, el pueblo ucranio ha dado una impresionante lección de coraje a la hora de defender su derecho a existir como país democrático; además, las elecciones de medio mandato en Estados Unidos y las presidenciales en Brasil (con susto posterior incluido) y en la República Checa, entre otros, dieron un respiro frente a la amenaza populista. Por otro, y tan solo en las últimas semanas, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha emprendido en México una reforma del Instituto Nacional Electoral que pretende acabar con la independencia del órgano que debe velar por la pulcritud de las elecciones; el gobierno ultraderechista de Benjamin Netanyahu en Israel ha emprendido una reforma que pretende acabar con la independencia del poder judicial; y el gobierno de Irakli Garibashvili, en Georgia, ha tenido que retirar una ley sobre “agentes extranjeros”, que limitaría enormemente el trabajo de las ONG y de los medios, por la presión de la calle. A lo que se suma lo que está ocurriendo en El Salvador, en Túnez, en Hungría…

No bastará una cumbre, ni muchas, para recuperar el prestigio y la eficacia perdidos. Pero una de las ventajas de la democracia es que la libertad es el caldo de cultivo para generar nuevas ideas. Van a hacer falta ahora que los regímenes autocráticos quieren presumir también de demócratas.

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