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tribuna
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Gravemente enamorados

Como seres-para-la muerte que somos, nuestra muerte está atornillada a la vida y con ello nos da la posibilidad de un amar grave, de peso

Una pareja camina de la mano por una calle de Zaragoza el día de San Valentín.
Una pareja camina de la mano por una calle de Zaragoza el día de San Valentín.Javier Cebollada (EFE)
Aurora Freijo

El amor se sostiene en aporías, en paradojas irresolubles: en dar lo que no se tiene, como afirma J. Lacan en uno de sus seminarios, o en la aceptación de la vida hasta la muerte, según G. Bataille. Lejos de lo que se suele pensar, el amor no es un intercambio sino que, muy al contrario, su esencia consiste en resistirse a él. Amando nos ponemos en riesgo, en el de dar la falta, si seguimos la lógica psicoanalítica, lo que nos sitúa en el juego indisoluble que siempre existió entre Eros y Thanatos. Algunos parecen no saberlo, y cantan reproches y despechos, mientras otros, tocados por una extrema sensibilidad, escriben desde ese núcleo.

Witold, en El polaco de Coetzee, tiene la muerte cerca. Huele a hueso. A Beatriz, por eso, le resulta imposible enamorarse. El polaco, concertista, interpreta a Chopin sin romanticismo. Se hablan en inglés, lengua extraña para ambos, lo que agranda su distancia. Coetzee, sin embargo, insiste en un amor entre ellos, el amor actual de un Dante por su Beatrice. Es Beatriz quien escribe la crónica de su historia de extraño amor, desangelándola, maltratándola, haciéndose ajena al amor absoluto e insistente del pianista entrando en la vejez. Quiero pasar el resto de mi vida a su lado, le dice a una mujer (dama) a la que acaba de conocer y que no le considera en modo alguno digno de ser su amante. Le incomoda pensar en sus cuerpos juntos en su dormitorio, y, sin embargo, Beatriz le seguirá, en su negación entregada, más allá de la muerte. Coetzee narra desafectadamente esta relación a lo largo de los epígrafes numerados de las breves páginas de su último libro. Como pequeños martillos, austeros y certeros, traza un insólito discurso amoroso, helado y empecinado. Usted está gravemente enamorado, le dice su enamorada al pianista, y no sabemos, no saben ellos siquiera, si grave significa profundo o pesado. Ven conmigo a Brasil, Beatriz. El polaco ama sin posesión, solo con la gratuidad de darse. Y secamente, con pocas palabras y tomando lo que se le da. Puedes venir a Mallorca, Witold. Siente a la vez cierta repulsión por su encuentro, pero le cita, irremediablemente, le permite entrar en su dormitorio, el que él abandonará cuando ella se lo ordene, sin un solo reproche. A su muerte le dejará unos poemas, no demasiado buenos, que harán que su Beatrice contemporánea, la misma que le repele, cruce Europa para leerlos y encontrarse en ellos, buscando su nombre —no Beatriz sino Beatrice— en la maraña de la lengua materna de su grave amante, en la única en que se puede escribir poesía. Beatriz / Beatrice iniciará entonces una correspondencia de amor más allá de la muerte.

Paul y Prudence llevan años siendo fantasmas en el dúplex que comparten cerca del parque de Bercy, evitando tocarse, soportando silencios y acostumbrados a distancias. Houellebecq les conduce por el paseo de amor y muerte de Aniquilación. Durante páginas se narran peculiaridades de la política francesa, los quehaceres ministeriales, el terrorismo informatizado mezclados con asuntos familiares. Pero todo se para cuando Paul encuentra una incomodidad en su encía. La boca de Paul huele mal, es el cáncer que hace que la mandíbula se pudra. A la vez y con el mismo ritmo, la boca de Prudence se le acerca más que nunca. Primeros besos tras años de letargo. Prudence le besa el cuerpo entero. Se hacen el amor más que nunca, un amor sacralizado, un sexo sorprendentemente enardecido, lento y hondo, cuidando las posturas para que los huesos de Paul no sufran. No voy a operarme, no quiero que me corten la lengua. La enfermedad grave, de muerte, enamora en su París de siempre, a un matrimonio reencontrado bajo el paraguas de la enfermedad sin salvación. La melancolía y la paz nacen una vez aceptado el terror, mientras la morfina sosiega a Paul con placentera tristeza, los días que se acortan con el aroma del otoño y se espera el acabamiento inyectado de esperanza. En este modo de amor, el infortunio se vuelve redención.

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La unión de Paul y Prudence, de Beatriz y Witold, se engrandece al hacerse improductiva y crece cuando la muerte y el amor se reencuentran en el nudo que siempre fueron. La muerte, presente en todas las demás, agrava el amar. Este amor no es un eros agónico, es la superación del narcisismo, la resurrección del otro como posibilidad de encuentro, es la negatividad que Byung-Chul Han ve desaparecida, el desbordamiento libidinal. Como seres-para-la muerte que somos —Heidegger dixit— nuestra muerte está atornillada a la vida y con ello nos da la posibilidad de un amar grave, de peso. Barthes debía haber incluido en sus Fragmentos de un discurso amoroso la entrada “Gravemente enamorados”, el amor elevado por la epifanía de la muerte. Eros y Thanatos siempre de la mano.

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