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La mala salud de hierro del bipartidismo

El viejo sistema electoral español, perfilado durante los estertores del franquismo, ha contribuido a preservar el sistema de partidos en medio de las turbulencias de nuestro tiempo. Algo a favor de quienes priman la estabilidad y contra los que creen prioritaria la renovación

Tribuna Sánchez-Cuenca 07/02/23
EULOGIA MERLE

Francia y España son los dos países de Europa occidental en los que se registra una confianza ciudadana en los partidos políticos más baja. Según los datos del Eurobarómetro, la encuesta que realiza periódicamente la Comisión Europea, menos del 10% de franceses y españoles confía en los partidos.

Resulta lógico que, con un nivel tan bajo de confianza, el sistema de partidos de la V República francesa haya saltado por los aires. En la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2022, la candidata socialista Anne Hidalgo obtuvo el 1,7% del voto y el candidato gaullista, Nicolas Dupont-Aignan, se quedó en el 2,1%. Los tres primeros candidatos fueron Emmanuel Macron, encabezando una plataforma personalista (La República en Marcha), Marine Le Pen (Agrupación Nacional) y Jean-Luc Mélenchon (Francia Insumisa).

En España, en cambio, con un desprestigio de los partidos similar al francés, las dos grandes formaciones, PSOE y PP, han resistido bastante mejor. Sin duda, han perdido cuota de voto, pero siguen siendo los dos primeros partidos y ninguno de los nuevos ha conseguido superarlos: a punto estuvieron de hacerlo Podemos con el PSOE en 2015 y Ciudadanos con el PP en abril de 2019. En medio de una mayor fragmentación, PP y PSOE no pueden gobernar en solitario, mas son las fuerzas dominantes en sus respectivos bloques ideológicos. En este sentido, los partidos nuevos han acabado adoptando una posición subalterna en el sistema.

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¿Por qué en España, aun debilitados, resisten los dos grandes partidos, mientras que en Francia socialistas y gaullistas prácticamente han desaparecido? La pregunta, en realidad, no se limita a estos dos países, pues el fenómeno del que estamos hablando, la desestructuración de los sistemas tradicionales de partidos, está muy extendido. Hay algunos países en los que los partidos históricos han capeado el temporal político de los últimos quince años, pero hay otros en los que se ha producido una transformación profunda.

España se encuentra en una posición intermedia, no ha habido un colapso de PSOE y PP, pero sí un desgaste importante. En las elecciones de 2008, en los prolegómenos de la gran crisis, los dos partidos consiguieron la mayor concentración de voto desde 1977: juntos sumaron el 83,8% del voto. En noviembre de 2019 habían bajado al 48,8% (en las elecciones de abril de ese mismo año el porcentaje fue incluso menor, el 45,4%, el mínimo histórico). Se trata de una pérdida muy sustancial, pero que no compromete su supervivencia. Es más, todo indica que en las próximas elecciones PSOE y PP recuperarán una parte de la cuota perdida.

Una primera explicación de esta resistencia tiene que ver con la extraordinaria rapidez con la que los nuevos partidos han reproducido algunos de los vicios políticos de los antiguos, con la consiguiente decepción de sus seguidores. Llama la atención cómo en tan poco tiempo se han constituido en el seno de las nuevas organizaciones núcleos cerrados o camarillas de poder que anulan cualquier atisbo de disenso y que adoptan el mismo lenguaje acartonado, uniforme y rutinario que ha dominado la política española durante décadas. Los nuevos políticos hablan con las mismas frases hechas de siempre, obsesionados por colocar sus mensajes en los medios, a la defensiva, apuntalando la posición oficial contra viento y marea. Muchos de los potenciales votantes terminan cansándose, igual que se cansaron antes de los viejos partidos. Da la impresión de que los nuevos se adaptan con demasiada facilidad a las reglas del ecosistema político-mediático, si bien el coste a pagar consiste en romper amarras con la sociedad civil. La grieta entre la opinión pública y los partidos no para de ensancharse. Solo así se entiende que la aparición de tres nuevas fuerzas (Podemos, Ciudadanos y Vox) no haya conseguido aumentar la confianza política de la ciudadanía.

Con todo, creo que hay algo tan o más importante que el envejecimiento acelerado de las fuerzas jóvenes: el sistema electoral ha contribuido a que el PSOE y el PP salven el pellejo. Uno de los elementos clave de este sistema es el tamaño de los distritos electorales (que en España son las provincias). Hay grandes variaciones de población en las provincias y, por tanto, también en el número de diputados que se eligen en cada una. En Soria se elige solo dos diputados, mientras que, en Madrid, 37. En la práctica, como ha mostrado Alberto Penadés en sus trabajos sobre el tema, operan simultáneamente tres sistemas electorales: el de las provincias pequeñas (con circunscripciones con 5 o menos escaños), el de las provincias intermedias (de 6 a 9 escaños) y el de las provincias grandes (más de 10 escaños). En las provincias pequeñas el sistema es prácticamente mayoritario (es decir, casi todo se lo llevan los dos grandes partidos); en las grandes, es proporcional (cada partido recibe el porcentaje de escaños que corresponde a su porcentaje de votos); y en las intermedias tenemos proporcionalidad con un sesgo mayoritario.

Pues bien, la idea central se puede expresar brevemente: en las provincias pequeñas, el sistema electoral ha amortiguado considerablemente el castigo a los grandes partidos. Si se comparan los resultados electorales de noviembre de 2019 y de marzo de 2008, la concentración de escaños en manos de PP y PSOE se redujo en 24 puntos porcentuales en las provincias pequeñas (pasó del 97% en 2008 al 73% en 2019), mientras que en las grandes la pérdida equivalente fue de 41 puntos porcentuales (del 91% al 50%). Las pérdidas de voto, sin embargo, no fueron tan diferentes: 33 puntos porcentuales en las pequeñas y 38 puntos en las grandes (esta diferencia de 5 puntos, por cierto, no se debe a variaciones provinciales en la renta per cápita). Los escaños de las provincias pequeñas, por tanto, son menos sensibles (menos elásticos) al castigo electoral que los escaños de las provincias grandes. Si a esto se añade que en las provincias pequeñas hay un número considerable de votantes que renuncian a votar a los partidos nuevos porque saben de antemano que no van a obtener representación (voto útil), el premio del sistema electoral a los partidos tradicionales es considerablemente mayor.

Debido a la fuerte variación en la distribución provincial de escaños, en España no opera la lógica de los sistemas mayoritarios (fundamentalmente, los anglosajones), en los que, en lugar de nuevos partidos, surgen candidatos rompedores en el interior de los grandes partidos (como Donald Trump en el partido republicano, Bernie Sanders en el partido demócrata y Jeremy Corbin en el laborista), pero tampoco funciona plenamente la lógica proporcional, que se debilita en las provincias intermedias y se bloquea en las pequeñas. No cabe descartar que si el sistema hubiera sido más proporcional en el reparto de escaños, alguno de los nuevos partidos hubiese adelantado a su competidor directo, con las consecuencias políticas que eso podría haber tenido.

Al final, el viejo sistema electoral español, perfilado en la Ley para la reforma política de 1976, durante los estertores del franquismo, y que no ha sido modificado en lo sustancial desde entonces, ha contribuido a preservar el sistema de partidos en medio de las turbulencias políticas de nuestro tiempo. Algunos, quienes priman la estabilidad política, se sentirán aliviados; otros, sin embargo, los que creen prioritaria la renovación, lo lamentarán.

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