Volver
Al regresar a casa, me cuesta un poco entrar por si se dan cuenta de que el que regresa no es el que se fue. Por eso, antes de abrir la puerta, hago unos ejercicios de ensimismamiento
En el banco me reconocen a mí, pero no reconocen mi firma. “Inténtelo otra vez”, me ruega el empleado mostrándome la que se supone que es mi firma oficial. Después de un cuarto de hora de imitarme, logro falsificarla y puedo irme tranquilo. Ya en la calle, me tropiezo con un vecino que me toma por mí, de modo que finjo que soy yo y nos detenemos a charlar un rato (dice que viene del podólogo). Al principio me cuesta un poco ser yo, pero tras cuatro o cinco frases de cortesía comienzo a adoptar mi personalidad y consigo hacerme pasar por mí sin despertar sospechas.
Decido acercarme al parque para dar un paseo. Mientras camino, mantengo un soliloquio en el que no acabo de reconocerme. Me da la impresión de que el que monologa es otro, quizá El Otro, pero poco a poco voy hallando frases y pensamientos que me son propios y cuando llego al estanque ya soy completamente yo. Hay que llevar cuidado: enajenarse es tan sencillo como cambiar de rúbrica. Hay días en los que salgo a dar una vuelta y sin advertirlo, al ritmo que marcan los pasos, voy transformándome en alguien ajeno. Al volver a casa, me cuesta un poco entrar por si se dan cuenta de que el que regresa no es el que se fue. Por eso, antes de abrir la puerta, hago unos ejercicios de ensimismamiento.
Me desperté en medio de la noche, pero no abrí los ojos. Al no saber qué hora era, me sentí fuera del tiempo, además de fuera de mí, como viene siendo habitual. Medio en sueños, se me apareció un hombre vestido de negro, cuyo aspecto recordaba al del diablo, y dijo que él era yo. Me sugirió que tratara de imitarlo como imitaba la firma del banco. Lo hice y enseguida, al convertirme en él, volví en mí. Mi mujer se despertó un poco y preguntó si todo estaba en orden. Ejecuté un murmullo de asentimiento y miré la hora para entrar también en el tiempo de los demás.
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