Camilleri, la Mafia y el Vaticano
Aunque sea de soslayo, con descreimiento o animosidad, las miradas en Twitter se han dirigido a la Santa Sede
Andrea Camilleri no escribió casi nunca de la Mafia, a excepción de Vosotros no sabéis, un diccionario de términos mafiosos cuyos derechos donó a los huérfanos de los agentes asesinados. No fue por miedo, sino más bien por todo lo contrario. Se lo pregunté una tarde en su casa de Roma. Era la segunda vez que nos veíamos en dos años. Durante la primera entrevista —a principios de 2014— apenas tocamos el asunto. Me dijo: “A la Mafia la he tenido siempre en un segundo plano, aunque siempre presente, porque negarla hubiese sido negar la existencia del aire”. En nuestro segundo encuentro —a finales de 2015—, Camilleri, quien ya estaba “al borde del abismo de la ceguera” y, en vez de escribir, dictaba, me confió la razón de por qué no había escrito de la Cosa Nostra en sus novelas, a pesar de que, cuando era joven, llegó a entrevistar al mafioso Nicola Gentile.
—Tuve la oportunidad —explicó— de conocer a dos o tres mafiosos y tenían la fascinación de la simpatía. No eran ni mucho menos personas siniestras. Había que estar atento para no sentir simpatía.
—O sea, que tenía miedo a…
—Sí, tenía miedo de hacer aparecer a los mafiosos como héroes simpáticos. Si usted mira El padrino y ve la gigantesca interpretación de Marlon Brando, se olvida de que es un asesino. Lo olvida. Es un asesino que ordena homicidios, pero se le mira con fascinación. Ese es el riesgo. Yo temía caer en el mismo error involuntario en el que cayó Leonardo Sciascia cuando escribió Il giorno della civetta [El día de la lechuza] y retrató al personaje simpático de Don Mariano. Yo no quería eso.
Camilleri, además de un escritor fantástico, un fumador compulsivo y el mejor conversador, fue hasta su muerte un comunista irredento, a pesar de que en los últimos tiempos admitía, no sin pesar, que para encontrar a la auténtica izquierda había que recurrir a la linterna del filósofo Diógenes. Y, aun así, por encima de sus ideas y de su convencimiento de que “el Vaticano es peor que una cúpula mafiosa”, le había empezado a caer bien el papa Francisco por su voluntad de cambiar algunas cosas dentro de la Iglesia: “Deseo que lo consiga”.
Unos años antes, durante un paseo por Medellín junto al escritor colombiano Fernando Vallejo, pude comprobar que el autor de La puta de Babilonia —un descarnado ajuste de cuentas con la Iglesia católica en forma de ensayo— gustaba de entrar en la catedral para escuchar a los canónigos cantar las vísperas, disfrutar del frescor y la penumbra bajo las altas bóvedas y escribir a modo de conjuro contra una tentación improbable: “Dios no está ahí, pero sí su vacío”.
La fascinación por el misterio sí que siempre ha estado ahí, y estos días, aunque solo sea de soslayo, con descreimiento o directamente con animosidad, las miradas de Twitter —esas que nunca dudan— se han vuelto a lo que sucede en el Vaticano, donde miles de personas siguen haciendo cola para despedir a Benedicto XVI, el papa que renunció a serlo y que el día de su despedida también se permitió compartir con su grey el atisbo de una duda: “Las aguas bajaban agitadas, el viento soplaba en contra y Dios parecía dormido”.
Despedida a #BenedictoXVI: Miles de personas presentan sus condolencias en la Basílica San Pedro pic.twitter.com/FCULTgSKYP
— Vatican News (@vaticannews_es) January 2, 2023
Justo en estos días de fechas señaladas y de ausencias irreparables, quien más y quien menos se ve reflejado en el autorretrato de Antonio Machado —”converso con el hombre que siempre va conmigo / quien habla solo espera hablar a Dios un día”—, y al menos espera, en medio de tantas verdades absolutas en peligrosa ruta de colisión, encontrar sosiego en aquella frase última de Andrea Camilleri: “Mi herencia es la incertidumbre”.
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