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tribuna
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Tejas arriba, tejas abajo

A la vista de lo que está pasando en España en este mes de diciembre, parece que el Calendario Zaragozano es más fiable que nuestros textos legislativos

Las bolas de madera caen al bombo al comienzo del sorteo de El Gordo de Navidad en el Teatro Real en Madrid.
Las bolas de madera caen al bombo al comienzo del sorteo de El Gordo de Navidad en el Teatro Real en Madrid.Javier Lizon (EFE)
Lola Pons Rodríguez

Pasado el sonsonete venturoso de la lotería navideña de ayer, la Fortuna nos muestra que, de nuevo, cual divina crupier, se ha prestado al juego de azar que convenimos con ella. Ya vaciado el bombo, casi todos hemos perdido. La retórica antigua hablaba de una Fortuna de tejas arriba, astral e incontrolable para el ser humano, tenida por Providencia por los cristianos; la de tejas abajo era la suerte, desdichada o venturosa, de cada hijo de vecino: su lotería. Un librito, en general poco valioso y barato, trataba de apaciguar de forma práctica el choque entre ambas fortunas y la relación del ser humano con el devenir y el azar: el almanaque.

Un cordel extendido de punta a punta del marco de un escaparate o de un puesto servía de improvisado tendal para esos escritos que, nacidos para morir pronto, vendían los libreros, buhoneros o recitadores ambulantes: los romances de ciego y los almanaques, agarrados con pinzas, se contaban entre esa literatura efímera de cordel, apuntando, unos y otros, a distintos destinos. Los romances de ciego relataban mediante rimas más bien tópicas los casos desventurados de crímenes sangrientos y amores atormentados, predicando sobre lo pasado para escarmiento (o disfrute, quién sabe) ajeno. Los almanaques, en cambio, hablaban del futuro para aviso y tranquilidad de los curiosos. Eran un catálogo de pronósticos.

Los libros de cuentas antiguos computaban cada primer día del mes los intereses mensuales de los préstamos, como en general se suele hacer hoy. Las calendas eran ese primer día para los romanos, y el calendario, el texto en que esas deudas se consignaban. El almanaque lo ensanchaba. Si los calendarios listaban meramente días y meses del año, los almanaques notificaban los ciclos de las cosechas, las épocas de siembra, las lunas llenas y sus mareas consiguientes. Un almanaque era mucho más que un mapa cronológico, era un mapa de administración de hábitos y procesos humanos, sobre todo en relación con la tierra, un lenitivo para la desazón ante el futuro. Posiblemente fueron los árabes hispanos, o sea, nosotros mismos hace unos siglos, quienes popularizaron que manah (‘parada de una ruta’, ‘zodiaco’) fuera también el librito donde se computaba todo aquello que se alcanzaba a prever sin otra ciencia que la edificación construida sobre la experiencia previa. Si los meses y sus días se medían por la cronología temporal acordada en cada sociedad, el almanaque era el breviario que prescribía las intervenciones necesarias para acometer lo venidero sobre una pauta fiable.

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Los almanaques fueron popularísimos en todo occidente y se fueron llenando de días de santos, dichos populares, tablas de peso o fechas de ferias de ganado. Pero en nuestra era de predicciones atmosféricas científicas y de gente que te dice que “agenda un evento” o que tiene una “hoja de ruta”, han perdido valor. Los almanaques con ese esquema clásico siguen a la venta (ahí están desde el siglo XIX el Calendario Zaragozano en España y el Calendario del más Antiguo Galván en México), pero aportan información que para la mayoría de nosotros no tiene relevancia práctica inmediata. Seguramente tampoco sean tan infalibles como antes: a las puertas de un abismo climático, el anuncio de cuándo sembrar podrá seguir entrando en los almanaques, pero su certeza dependerá de la Fortuna y la mucha agua o el calor con que este año nos azote.

De tejas abajo, y sin almanaques que puedan prever nada, quedaremos expuestos a nuestros azares: nos darán buenas o malas noticias en una consulta médica, quizá nuestra pareja se vaya por tabaco, un niño de la familia dirá por primera vez una palabra inolvidable, tal vez logremos terminar lo que llevamos años queriendo empezar. A saber.

De tejas arriba, nos fiaremos de que las cosas sigan funcionando porque llevamos siglos conviniendo formas de comportamiento social que entendemos que nos civilizan y que han quedado estipuladas en textos tan relevantes como la Constitución o el Código Penal. Hemos consignado en leyes y ordenamientos de regulación colectiva nuestras normas de juego para tratar de conducir y orientar los azares del comportamiento humano, para intentar que nuestras sociedades tengan jueces imparciales y gobernantes equitativos, para que la gobernanza no sea una arcanidad caprichosa. Pero, a la vista de lo que está pasando en España en este mes de diciembre, parece que el Calendario Zaragozano es más fiable que nuestros textos legislativos. Si un delito como la malversación se reforma a la medida del acusado y si un cargo de relevancia se puede enrocar en su silla agarrado a una artimaña, nuestras leyes ya no aseguran nada de tejas arriba, se abaratan, las convertimos en literatura de cordel. A la Fortuna y a la Justicia las representamos con una misma venda tapando los ojos, una lleva un timón en la mano (caprichoso gobernalle) y otra agarra una balanza (de imparcialidad y equilibrio). Pero es difícil en este momento discernir qué atributos son ya los propios de cada una.

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Sobre la firma

Lola Pons Rodríguez
Filóloga e historiadora de la lengua; trabaja como catedrática en la Universidad de Sevilla. Dirige proyectos de investigación sobre paisaje lingüístico y sobre castellano antiguo; es autora de 'Una lengua muy muy larga', 'El árbol de la lengua' y 'El español es un mundo'. Colabora en La SER y Canal Sur Radio.

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