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¿Hacia un contrato social feminista en América Latina?

Pasado el pico de la pandemia, la situación creada por la crisis podría servir para garantizar derechos fundamentales y el plan elaborado por ONU Mujeres es una buena herramienta para impulsar la igualdad de género

Tribuna Martínez Franzoni
EULOGIA MERLE

Con una guerra en Europa que lleva más de nueve meses, inflación rampante y crisis alimentaria, ¿hay espacio para el optimismo? Desde el comienzo de la pandemia de la covid-19 a principios de 2020, líderes, intelectuales y activistas argumentaron que el mundo pospandemia debía de ser mejor que el mundo prepandemia. Se trataba de aprovechar la crisis para superar la extrema desigualdad y concentración de la riqueza, la creciente erosión ambiental y el fracaso de la acción colectiva global. La crisis podía ser una oportunidad para garantizar derechos sociales fundamentales como el agua potable, los servicios de salud y educación y la renta básica para toda la población del planeta, como lo argumentó el Secretario General de las Naciones Unidas, Antonio Guterres.

Para avanzar en esa dirección se requería y se requiere hoy, cuando ha pasado el pico del susto, tener nuevas ideas respecto a hacia dónde ir, pero también herramientas tecnopolíticas respecto al cómo ir y con quiénes. Se requiere además tener un buen sentido de las oportunidades y restricciones para el cambio existentes en cada contexto. Esto es justo lo que hace el Plan Feminista para la Sostenibilidad y la Justicia Social elaborado por ONU Mujeres. El Plan plantea una hoja de ruta para crear un contrato social nuevo y feminista a la vez que, sin falsos optimismos, nombra las estructuras de poder y dinámicas políticas que obstaculizan el cambio y empujan tantas democracias hacia el autoritarismo.

Este Plan ofrece una visión que desde su nombrarse feminista es audaz: se nutre explícitamente del conocimiento y activismo de los feminismos en general y en dos asuntos centrales para un nuevo contrato social en particular: la organización de los cuidados y la interacción de los seres humanos con su ambiente. Ambas cosas producen valor público decisivo para la sostenibilidad de la vida y la supervivencia de las economías, en buena medida fuera del mercado.

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Esta narrativa de una sociedad transformada en base a nuevos equilibrios supone reconocer que los mercados no pueden coordinar todos los aspectos de nuestras economías, y que, para lograr un nuevo contrato social, la política pública debe estar en el centro de las transformaciones, ya sea para crear buenos empleos, reorganizar la atención, o hacer las paces con el ambiente.

Segundo, el Plan identifica palancas para avanzar hacia un futuro feminista. Lo hace mediante propuestas de herramientas de política en tres principales áreas: la creación de medios de subsistencia; la reorganización de los cuidados; y las transiciones en la organización de las sociedades, teniendo en cuenta sus economías, para un futuro sostenible. En cada una de estas tres dimensiones, el Plan aborda el delicado tema del financiamiento de los cambios, así como el crucial tema de las asociaciones virtuosas —en contrapunto a las alianzas rentistas, que ven en el Estado juegos de suma cero—.

En tercer lugar, el Plan presta plena atención a los actores que pueden impulsar el cambio en su propio contexto de economía política, iluminando oportunidades para la movilización y la acción, así como los enormes obstáculos —desde una capacidad fiscal débil y políticas de austeridad, hasta la misoginia y la reacción antifeminista. A la vez, la pandemia generó un nivel de colaboración feminista sin precedentes a nivel transnacional, y la articulación con los niveles local y nacional. El Plan deja claro que para contrarrestar las malas noticias necesitamos apoyarnos en esa experiencia y lograr una adecuada participación y representación de las mujeres y de los feminismos, así como sólidas alianzas con otros actores progresistas dentro y fuera del Estado.

En América Latina, la región más desigual del planeta, una cosa es cierta: la pandemia demostró que, bajo la correcta presión, incluso gobiernos con políticas sociales muy débiles son capaces de hacerlo mejor movilizando recursos de distinto tipo y, en algunos casos, escuchando más a las organizaciones de la sociedad civil. Es cierto que se venía de una generación reciente de políticas sociales progresistas —apoyadas por fuertes movimientos progresistas— que habían incrementado la inversión pública en infraestructura social, respondido a la violencia de género y, en algunos casos, abierto el camino hacia la creación de sistemas de cuidados.

En términos de protección social, la pandemia condujo a una expansión de las medidas de emergencia en la mayoría de los países de la región, en particular mediante transferencias monetarias: donde los programas anteriores estaban más institucionalizados, los beneficios podrían llegar efectivamente a aquellos que ya estaban cubiertos por los esquemas existentes. A la vez, se revelaron las lagunas y limitaciones de los sistemas existentes, tanto en términos de cobertura como de suficiencia: mujeres, niños y niñas, personas trabajando en la informalidad, y quienes cuidaban de otras personas, fueron las más afectadas y desatendidas. Este descuido fue particularmente notable allí donde rápidamente se impuso una narrativa que asimila responsabilidad fiscal estrictamente con recortes del gasto público social (como en Brasil, Costa Rica y Ecuador).

En materia de respuesta a la violencia de género, la pandemia reforzó que respuestas adecuadas dependen de contar con marcos normativos sólidos, activismo desde el Estado y la sociedad civil, servicios públicos bien financiados, y capacidades y coordinación —incluso con los movimientos de mujeres—. Los liderazgos, individuales y colectivos, también hace una enorme diferencia, como lo mostró el caso de Argentina en contrapunto con la erosión a estas respuestas ocurridas en Brasil y México.

Movimientos feministas diversos, muy visibles antes y durante la pandemia, han seguido tratando de dar forma a políticas públicas favorables a la igualdad de género, incluso cuando el liderazgo nacional se ha movido hacia la austeridad o la misoginia. Un regreso a la “normalidad” después de un impacto de la magnitud de la pandemia de la covid-19 puede reforzar las trayectorias anteriores y, peor aún, alimentar reacciones contra el cambio. A la vez, shocks sucesivos con su secuela de exclusión y desigualdad, deberían también crear espacios para que movimientos fuertes y pluralistas promueven los tan necesarios cambios. Estos movimientos deberán hacer frente al preocupante debilitamiento de las democracias o al autoritarismo en varios países. Como deja en claro el Plan, nada menos que “democracias revitalizadas impulsadas por políticas feministas” serán capaz de aceptar y resolver las diferencias para la sostenibilidad y la justicia social.

No importa su tamaño, un shock no crea mecánicamente condiciones para el cambio, ni radical ni incremental. Lograr que el cambio ocurra después de un shock como la covid-19 requiere de la combinación de nuevas narrativas, herramientas y actores listos y capaces de hacer que el cambio suceda a través de la reformulación del problema, la construcción de nuevos grupos de interés y el aprovechamiento del momento. Este Plan Feminista está lleno de ideas para impulsar y combinar los tres ingredientes.


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